domingo, 11 de marzo de 2007

BALCANES Igor Marojević

Foto: I. N, Igor Marojević en Port Bou, 2005

NARRATIVA
Igor Marojević, El engaño de Dios, Barcelona, 2006, 77 pp.
(escrito para Letras Libres, no llegó a publicarse)

En general, las novelas de las épocas que preceden a los momentos históricos de locura generalizada suelen ser especialmente interesantes, como ocurría respecto al nazismo, en el Adiós a Berlín de Isherwood o sobre todo, en La nave de los locos de Katherine Anne Porter. Captar la atmósfera de esos momentos ayuda a imaginar cómo empiezan a extenderse los prejuicios, el miedo, el extrañamiento que acaba empujando a la gente a adherirse a un discurso desenfrenado e irracional. El engaño de Dios, la novela de Igor Marojević (Vrbas, 1968) no se sitúa precisamente antes, sino en plena guerra de la ex Yugoslavia, en plena era Milošević, y sin embargo comparte con esas novelas la perspectiva que permite captar lo ocurrido de otra manera. ¿Cómo lo hace?
Creo que la literatura es también una cuestión de ángulo. Un ángulo distinto desde el que contemplar las cosas. En este caso, se trata de un ángulo oblicuo, sesgado. Estos personajes, que giran de forma hiperbólica en torno a la idea del suicidio, sirven, si la literatura es también fuente de conocimiento, para dibujar el amargo panorama de la ex Yugoslavia, y de una ciudad, Belgrado, justo antes de ser bombardeada por la OTAN. La sensación de vivir en un lugar donde todo el mundo parece haberse vuelto loco.
El protagonista, Oliver Jablan, mientras recopila bibliografía y reflexiones sobre la renuncia a la vida, decide, en un interesante (e irónico) requiebro típico de su autor, renunciar a la renuncia, buscando una forma alternativa de morir sin tener que actuar. Empieza su periplo huyendo de ese pueblo de Perast que ya había inspirado a Marojevic un cuento con ese título, publicado en castellano por la revista Lateral, en la pura tradición bernhardiana del anti-heimat, el odio y la crítica al propio país, que para un escritor es amor-odio, siempre ambivalente, puesto que esa tierra que detesta también es su obsesión, la fuente de su prosa. Perast es, para Marojevic, un lugar que mata, un bonito pueblo marítimo cuya atmósfera –tal vez las aguas subterráneas que circulan bajo sus calles, especula el narrador—, produce un extraño ánimo lúgubre en sus habitantes, incluso en los visitantes ocasionales, que acaba conduciendo inevitablemente al suicidio. En ese itinerario entre Perast y la ciudad de Belgrado, Oliver va descubriendo a una serie de personajes tan obsesionados como él, que buscan la muerte de distintas maneras o se dejan morir, en un curioso intento de sustraerse a la ira de Dios, engañándole en su pecaminosa búsqueda de la muerte con su dejación aparentemente involuntaria, a ese mismo Dios que quizás, como sugiere el título o como escribió Gonzalo Pontón en el excelente texto de la contraportada, tal vez les haya engañado a todos.
Así, a excepción de la voluble y excéntrica bibliotecaria Vanda, que resulta la más valerosa, los demás buscan otras vías, otras formas de matarse: la literatura suicida, la música que mata, el bronceado en las cabinas de sol artificial, el riesgo físico en el trabajo, el sexo llevado al extremo o incluso la propia negación de la cuestión, con una delirante asociación anti-suicidio llamada Ptolomeo I, o bien –un detalle real que demostraba la locura del momento— los carteles de TARGET colocados en la frente de los belgradenses que esperan ser alcanzados por el fuego de la OTAN. La danza de todos ellos se va desplegando alocadamente hasta el desenlace final, en una extraña fiesta, una mascarada que coincide con el bombardeo de 1999.
Ese ángulo sesgado o esa alegoría le permite al autor contar todo esto, sin tener que hablar nunca strictu senso del nacionalismo extremo, ni del discurso desaforado que llevó a la guerra, ni de los crímenes que se cometieron, transmitiendo de un modo más delicado la sombría locura que cimentó la destrucción de un país. Y da unas claves para comprender la experiencia de otros serbios que sólo podían sufrir las consecuencias de la locura dominante, lo que significa para alguien con sensibilidad o espíritu crítico vivir en la ex Yugoslavia, no sólo entonces sino quizás también ahora, que apenas sale en nuestros medios (excepto en el reciente entierro de Milošević, en torno al cual, los miembros de un grupo anarquista celebraron una performance clavándole una estaca como si fuera un vampiro, un signo de que su espíritu no ha muerto ni su guerra ha terminado). Un país donde el libro de un criminal de guerra o del asesino del primer presidente demócrata siguen siendo best-séllers y donde otros criminales fugados siguen escondidos y apoyados por las mafias locales y una parte de la población, para no entregarlos al Tribunal Penal Internacional de La Haya. De todo esto se habla de alguna manera en El engaño de Dios, sin necesidad de nombrarlo.
Lo particular permite acceder a lo universal a través de las microrrealidades de estos personajes, con la elegancia de evitarnos lo obvio y de transmitir el dolor con una distancia irónica, a través de una parodia general. La economía, incluso el formato de nouvelle, que ahora suelen rechazar los editores más mercantiles, convierte esta historia en una lectura fluida y placentera.
Sin abandonar la contención emocional ni un humor negro a veces disparatado, el narrador muestra también lo que le une, pese a todo, a la vida, aunque sea como pura supervivencia melancólica: por un lado la sensualidad, los olores de las cosas, la contemplación fascinada, burlona, y diría que también misógina de las mujeres que le rodean, pero sobre todo, su capacidad de percibir la ironía que rige las cosas, la tragicomedia que convierte en patético e hilarante el destino del mundo. Como en la frase de Truman Capote de que “el mundo está loco y lo único cuerdo está en el arte”, todos estos vínculos con la vida, con la posibilidad de contarla, transmiten su pasión por la literatura, que sería el terreno seguro, la salvación que redime casi todo lo demás, la literatura como un lugar mejor en el que vivir.

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