lunes, 12 de marzo de 2007

Sudáfrica: Coetzee, Kentridge y Goldblatt

Foto David Goldblatt
Lateral (septiembre de 2002)
Coetzee, Kentridge, Goldblatt: Paisajes de la memoria
Isabel Núñez En la obra de Coetzee, Sudáfrica es un paisaje de fondo, inescapable. El peso doloroso de la vergüenza y el odio de la vieja segregación y el expolio, y al mismo tiempo la proximidad, las relaciones ambivalentes entre el mundo negro y el blanco. Incluso en la huida representada por el protagonista de Juventud, que se marcha a Londres empeñado en olvidar su pasado sudafricano y cortar todos los lazos, el país, con su luz especial, su extraña escenografía y su sangrante historia cobra aún más fuerza como identidad, como telón de fondo. Ciertamente es difícil sustraerse a una realidad histórica como el apartheid, con su larga estela de consecuencias. Pero tampoco es tan fácil ni tan habitual el dominio de Coetzee a la hora de convertirlo en materia literaria o en una mirada personal especial, poética, distante y a la vez conmovedora. Para mí, el descubrimiento de ese paisaje, de la memoria obsesiva de color terroso, de las inmensas extensiones de tierra donde las excavaciones mineras abandonadas han asolado todo, convirtiendo los alrededores de Johanesburgo en una especie de desierto lunar, o de la extravagante arquitectura de los templos ubicuos con que los blancos intentaban legitimar lo ilegitimable, tuvo un origen literario. Todo empezó con la traducción del catálogo de William Kentridge (Johanesburgo, 1955) para el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. Kentridge es un artista de origen judío con una obra muy especial, insólita. Hace unos dibujos animados construidos con un método rudimentario y tal vez anacrónico, pero muy simbólico. Va dibujando, borrando, redibujando y alejándose para filmar con la cámara cada nuevo gesto. Sus dibujos, animados o sobre soporte fijo, reviven la fuerza de los grabados críticos de Hogarth o del propio Goya. Una obra suya de teatro, Woyceck on the Highveld, realizada conjuntamente con The Handspring Puppet Company, me impresionó vivamente. Kentridge escenifica el material real de los testimonios de los Juicios para la Verdad y la Reconciliación, en que los testigos –familiares y víctimas de persecuciones, vejaciones y torturas, o bien perseguidores implicados en tales actos— declaraban públicamente para aclarar y reconocer las fechorías perpetradas por el régimen racista. En la obra, las víctimas son marionetas, pero también hablan los actores que las mueven, y además están los dibujos animados que obligan a diversificar la mirada. El distanciamiento del humor y la poesía logran la catarsis con un efecto sorprendente, que recuerda a lo que el artista Art Spiegelman hizo al abordar el sufrimiento de su padre en los campos de exterminio de Hitler en su magnífico Maus. Cuando le dije a Kentridge que me había hecho pensar en Art Spiegelman, se alegró porque conocía y apreciaba su trabajo. Mi siguiente contacto con Sudáfrica estuvo también asociado a la traducción y al MACBA. Traduje el catálogo de David Goldblatt (Randfontein, 1930), cuya exposición retrospectiva se celebró en dicho museo y puede verse mientras escribo estas líneas en la Documenta de Kassel, comisariada por el también sudafricano Okwui Enwezor. Goldblatt, también de origen judío, y de ahí la cultura de la memoria y el análisis, compone un retrato individualizado, un relato propio del escenario sudafricano. Viaja en un autobús de madrugada para mostrar el largo viaje que los mineros sudafricanos deben hacer a diario: expulsados de sus tierras, expropiados y despojados de todo, desterrados a kilómetros de distancia de su trabajo, en las áridas tierras sobrantes que ningún granjero blanco podía aprovechar. Goldblatt se sumerge en las profundas minas y retrata a los mineros y el peligroso proceso de extracción de una riqueza que les es sustraída. O retrata sencillamente a la gente, de todos los grupos: los boers, los ultraderechistas, los patronos, los religiosos, la población negra o hindú, los propietarios de pequeños negocios expropiados y trasladados, los barrenderos, los trabajadores de la limpieza, las imponentes iglesias de la minoría blanca, los niños. Su mirada es abierta, sin juicios, un acercamiento que respeta y confía en el espectador, nos presenta a sus personajes, nos los muestra, y al mismo tiempo no es una mirada fría ni indiferente, sino completamente humana y empática, de alguien que se interroga e intenta comprender la violencia del mundo, el peso de la historia, a través de las pequeñas historias de la gente. El catálogo de Goldblatt incluía un texto de Coetzee sobre el paisaje y la luz africanos y su difícil relación con el concepto paisajístico europeo y decimonónico, reflejado en la pintura y la poesía romántica inglesa. Una nueva revelación. Cuando acabé con los textos de Goldblatt empecé a buscar libros de Coetzee: Infancia, Desgracia, Juventud, Vida de los animales, y no he parado hasta ahora. Así compuse mentalmente ese paisaje analítico, dolorosa y felizmente transformado en obra, ese background histórico del que ninguna sensibilidad puede escapar. La sensibilidad inteligente de Coetzee nos devuelve las impresiones y pensamientos de una conciencia precoz, para percibir el odio y todas las desigualdades en una red compleja. Y lo hace en su tono sobrio, de una fluidez sencilla y perfecta. El deseo, la melancólica desesperanza frente al conflicto de Desgracia, las distintas formas del amor o la complicidad (Edad de hierro) o la tristeza adolescente de Juventud (la diferencia entre los sueños y la realidad o la dificultad de escapar a sus raíces), todo está descrito con la misma fina precisión, el tono rítmico y elegante. Una escena de Infancia. En su cumpleaños, invita a sus tres mejores amigos a tomar helados en el Globe Café. Él se siente “principesco”. “La ocasión sería memorable, si no la estropearan los andrajosos niños de color que se pegan a la ventana para observarlos”... En las caras de estos niños no percibe el odio que, lo admite, él y sus amigos merecen por tener tanto dinero mientras que ellos no tienen ni un penique. Por el contrario, son como los niños que van al circo y se tragan el espectáculo completamente absortos, sin perderse nada.” Todo el mundo puede sentirse segregado, marginado en una sociedad tan estratificada y racista. Cuando, en el colegio, le preguntan “¿qué eres?”, a qué religión perteneces, el corazón le martillea mientras duda qué contestar. No es judío, no es católico, no es cristiano, su familia “no es nada”. Pensando ingenuamente en Cicerón y la cultura clásica, contesta "Roman Catholic": eso le vale sufrir otra segregación, pero es tarde para negarlo y declararse “cristiano”, como la mayoría protestante. Aterrado y silencioso, ha conseguido esquivar los azotes que sufren sus compañeros de colegio, manteniéndose en segundo plano. Pero también tiene que disimularlo para no suscitar la agresividad de los otros. No cuenta en su casa nada de lo que ocurre en la escuela. Se siente lejos de la masculinidad bruta de su padre y demasiado cerca de su contradictoria madre: asfixiado y dependiente, siente el peso del sacrificio que ella hace por sus hijos y le reprocha que le haya protegido tanto, que no le haya dejado curtirse con los castigos paternos, que ahora sea tan vulnerable. “La infancia, dice la Enciclopedia Infantil, es una época de alegría inocente... Nada de lo que él experimenta en Worcester, en casa o en el colegio, le lleva a pensar que la infancia sea nada más que una época de apretar los dientes y resistir.” He dicho que Coetzee capta todas las desigualdades en la sociedad terriblemente racista de Sudáfrica. Esto incluye la desigualdad femenina. Pocos escritores hombres han explicado tan bien sus sentimientos ambivalentes al respecto. Si la raíz de la misoginia está, como tan bien explica Christianne Olivier en Les enfants de Jocaste, en la dependencia excesiva (exclusiva, pero traicionada) de la madre en la primera infancia, bastaría con leer a Coetzee para comprender la teoría. Trasladados de Ciudad del Cabo a Worcester (un lugar parecido al infierno para el protagonista de Infancia), su madre no sabe conducir y decide aprender a ir en bicicleta. El marido se ríe de ella (sus amigos hombres le secundan), la censura, se burla ante la obstinación que la lleva a aprender sola. Su hijo simpatiza con ella, pero un día la ve un instante, pedaleando por una avenida de álamos con su blusa blanca. “Su pelo revolotea al viento. Parece joven, casi una muchacha, joven, fresca y misteriosa... escapando de él, escapando hacia su propio deseo. Él no quiere que se vaya. No quiere que ella tenga deseos. Quiere que se quede siempre en la casa, esperándolo. No suele aliarse con su padre contra ella: su única inclinación es aliarse con ella contra el padre. Pero en este caso, él está con los hombres.” Al final, ella acaba abandonando la bicicleta. Él sabe que la han derrotado. “...Y sabe que él tiene parte de la culpa. La compensaré algún día, se promete.” J. M. Coetzee. Desgracia (Barcelona: Mondadori, 2000) Infancia (Barcelona: Mondadori, 2001) Las vidas de los animales (2001) Juventud (Barcelona: Mondadori, 2002) Edad de hierro (Barcelona: Mondadori, 2002)

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