miércoles, 10 de diciembre de 2008

La Vanguardia Cultura/s, Natalia Carrero

Foto: I.N. Memorial de las víctimas de la guerra, Sarajevo, 2003
Narrativa Una escritura que arde ISABEL NÚÑEZ Natalia Carrero (Barcelona, 1970) abandonó sus estudios de filosofía en la universidad “para buscar su grial en las bibliotecas”, y en ese camino trabajó como dependienta, teleoperadora, paseó perros, etc. Hay algo en su narradora de aquella soñadora vendedora de zapatos de Alain Tanner, aquí postadolescente radical que se niega a comer y duerme poco, que pospone la vida y busca en Clarice Lispector su propia voz o su máscara. Soy una caja viene del blog www.nadila.es, y esa narradora tímida y huraña a la que retrata Zush, y a quien Roberto Bolaño le escribe en su dedicatoria que tiene talento, me recuerda al poema de Emily Dickinson donde dos se encuentran en tumbas contiguas y uno le pregunta al otro “¿Tú por qué caíste?”, “Yo por la belleza.” “¡Y yo por la verdad!”, exclama el otro. Y se declaran hermanos y hablan hasta que el musgo llega a sus labios y cubre sus nombres. La narradora, que envidia la confianza de su profesora de taller literario, huye –culpable y autoacusadora— del terremoto que el brote esquizofrénico de un hermano provocó en la casa familiar: un día el hermano se convierte en otro, adquiere un nuevo repertorio de gestos y maneras de desplazarse, y la madre, sometida a su marido, entregado su cuerpo a la voluntad de éste, opta por negar la evidencia y vive como autómata (medio muerta, como en la definición de Naipaul), detenida ante una olla destapada esperando a que el agua hierva. Y la protagonista, sin saber qué escribir, presa del miedo, el extrañamiento y la exigencia, entre una saludable autoironía y el autodesdén fustigador que describía Truman Capote, nos muestra sus fragmentos y forcejeos, y en sus dibujos, en la búsqueda del trazo y de la voz, en sus instalaciones de casi psicomagia jodorowskiana inventada (estampar la frase “Escribo con el cuerpo” en una camiseta), los fragmentos se van uniendo frente al metatexto que es la biografía de Clarice Lispector, su escritura y su dolor, la apoyatura de las citas escogidas, y ahora es su propia escritura la que acaba ardiendo, no sin humor, no sin celebración, con una mezcla suya de miedo y valentía, que aborda esquivamente su dolor. No queda sino celebrar la osadía chejoviana de esta nueva escritora blogger, que muestra su asombro y su perplejidad y se interroga, interpelándonos a todos.
Natalia Carrero
Soy una caja
Caballo de Troya
192 PÁGINAS
12,90 EUROS

miércoles, 29 de octubre de 2008

Brigitte Reimann en La Vanguardia Culturas

Foto: Thomas Ruff, Haus
Dos hermanos östeuropeos ISABEL NÚÑEZ Brigitte Reimann Los hermanos Bartleby Traducción de Ibon Zubiaur 179 PÁGINAS 15 EUROS Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín, 1974) inició su carrera literaria en los años cincuenta; su éxito llegó en los sesenta con Die Geschwister (premio Heinrich Mann) y su decepción del régimen socialista. En 1968 le diagnosticaron un cáncer; vivió diez años más escribiendo Franziska Linkerhand, que se publicó, inacabada y póstuma, en 1974. Sus novelas, su correspondencia (con Krista Wolff, entre otros) y sus Diarios fueron best-séllers: Reimann anticipaba la reunificación en una década y mostraba su intensa pasión de vivir, la desgarrada separación de un hermano al que adoraba y que se fue al Oeste, y su debate febril entre el sueño socialista y la realidad burocrática de la RDA. Bartleby publica ahora Los hermanos, primer libro de Reimann en castellano. En sus páginas late el amor incestuoso y nostálgico de Elisabeth y Uli, y la fuga, que la narradora ve como una traición o una consecuencia de su relación amorosa con Joachim. Esa discusión –con cartas y diálogos reales— le sirve para mostrar la vida de los artistas en la RDA, la censura, el dogmatismo, la ética marxista. Todos los sueños de la izquierda y sus trampas: hay algo orwelliano, algo koestleriano en su crítica, ese espíritu que aún mueve a tantos intelectuales poscomunistas: no renunciar a la base social y cultural del socialismo, donde la educación y los libros estaban al alcance de todos y los escritores –ingenieros de almas, dijo Stalin— tenían peso social, como sugiere Zubiaur en su prólogo. La novela va adelante y atrás en el tiempo, ondulante. Es el aliento vital de la autora, ese hálito ensoñado y febril lo que constituye su encanto: el personaje de Elisabeth, la artista libre atada por un lenguaje que la aprisiona, aferrada a las dos Alemanias desgajadas, entre el compromiso socialista y el amor sensual (por su rebelde hermano y por su amante), y al fin, como un pájaro atrapado, no resiste la arbitrariedad, la uniformidad zafia, la perversa combinación de un sistema que glorifica la cultura y al mismo tiempo la constriñe, forzando a la sumisión o a la conflictiva disidencia. El libro permite imaginar lo que fue el siglo XX en el Este de Europa, reflexiona sobre la tradición de la izquierda en el mundo y señala simbólicamente a los países nórdicos como la única opción para recoger ese legado.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Peter Hobbs en La Vanguardia Culturas

Foto: Manel Armengol, Islàndia 2008
Humor, delirio y melancolía ISABEL NÚÑEZ Peter Hobbs Profundo mar azul MONDADORI Traducción de Cruz Rodríguez Juiz 288 PÁGINAS 17,90 EUROS Peter Hobbs (Cornwall, 1973) ha publicado en España Solsticio de invierno (2006) y ha recibido prestigiosos premios en su país. El conjunto de relatos Profundo mar azul recuerda a Baudelaire: la vida es un hospital donde cada enfermo desea cambiar de cama. Pese al humor, la ligereza y las ensoñaciones de estas páginas, todos los personajes sufren algún mal, bordean la psicosis o deliran, sumidos en una densa tristeza de formas alegóricas, o dramáticamente contenidas, con ataques epilépticos o mutilaciones. Cuenta Hobbs que la afección que le retuvo tres años en cama le llevó a la escritura y cambió su percepción. No sabía que su obsesión por la enfermedad (y sus metáforas) impregnaba los cuentos, que creía humorísticos. En lugar de coger pasajeros, un taxista persigue a su mujer con el taxi. Un científico viejo no reconoce lo escribe y sus sentidos le engañan. Un epiléptico descubre aterrado que en el centro donde está internado pretenden devolverle a casa. Una joven que ha perdido las dos piernas en un accidente ve cómo sus amigos niegan su nueva realidad o responden a su dolor con banalidades. Un chico medicado contra la depresión confiesa que ya no sufre, pero echa de menos incluso sus peores sueños. Una mujer vuelve a la granja familiar, mentalmente adherida a su familia. Un joven se hace indigente cuando se estropea el ascensor del rascacielos donde vive y nadie lo repara. Una divorciada atiende un consultorio de locos. Un londinense se despierta dos días de cada diez en Nueva Orleans: asombrado, coge el avión de vuelta, no llega al trabajo, su mujer le abandona... Pero tal vez el mejor relato es el de los inmigrantes lavacoches, donde el humor sutil del diálogo y los pensamientos del narrador crean una teatralidad memorable. Hay algo americano en Peter Hobbs, la disfuncionalidad de sus personajes y el tono acultural que parte de cero, como si los siglos anteriores no contaran y, aunque dos relatos son americanos, el resto transcurre en el sur de Londres. Tal vez esos rasgos se han universalizado y la contemporaneidad ya no consiste en revisar lo anterior, sino en ignorarlo. No se le puede negar talento, brillo, y esa tristeza que subyace al humor; un mundo enfermo, angustiado, que encuentra mil maneras de sobrevivir sin dejar de morir un poco en cada una.

lunes, 6 de octubre de 2008

Grace Paley en Quimera

Foto: I.N., Maraña de almeces, 2009 CHÉJOV EN NUEVA YORK GRACE PALEY Cuentos completos Traducciones de José María Álvarez Flores, Susana Contreras, Enrique Hegewitcz, César Palma, Ángela Pérez Anagrama, 2005, 462 págs., 18,50 € Isabel Núñez Grace Paley nació en el Bronx neoyorquino en 1922. Judía, de ascendencia europea oriental, su abuelo nació en el Báltico, y esas raíces están muy presentes en sus escritos. Casada y con dos hijos, había escrito exclusivamente poemas cuando, aprovechando la ausencia de los niños por una enfermedad, descubrió su propia voz para la ficción y compuso sus primeros relatos. En el prólogo a esta edición de sus Cuentos Completos, Paley explica cómo un padre se deja caer cansinamente en el sillón de la casa de ella cuando acude a recoger a uno de sus hijos y le dice: “Mi ex mujer me aconseja que lea sus cuentos”. Ella se los da, y al cabo de los días el hombre, que es editor en Doubleday, vuelve y le encarga que escriba unos cuantos más para publicarlos. Es lo que la autora define como uno de sus “pequeños golpes de suerte”. La escena se parece a estos relatos, donde muchas veces hay niños, madres y padres, incertidumbre, separaciones, agotamiento y sobre todo, muchas y animadas conversaciones. Es difícil explicar en qué consiste la magia de estos cuentos deslumbrantes. Tal vez la principal razón sea esa voz de Grace Paley, única, especial, cargada de una gran humanidad histórica fuertemente imbricada en lo que se ha llamado humor judío y con una dulzura comprensiva que no excluye nunca la autoironía y el criticismo más feroz. A veces, estas familias efervescentes recuerdan a las de algunas películas de Woody Allen pero van más allá, tan llenas de vida, de excentricidad y de sorpresas, de desestructuraciones, cargadas del peso de la historia, pero también iluminadas por reencuentros amorosos y eróticos a cualquier edad, y sobre todo, de muchísimas discusiones donde la política, los prejuicios, la marginación social, el amor y el sexo, la pérdida, la muerte y la amistad están siempre presentes. En estas historias, el feminismo y la crítica social forman parte de la vida de los personajes, no son nunca impostados, sino inherentes a la tendencia analítica y la rebeldía natural de ese entorno y esa voz, siempre llena de curiosidad, de empatía y también de una energética voluntad de comunicación “¡Contar!”, dice un personaje. “Eso descongestiona un poco; los pulmones sirven para respirar, no para guardar secretos. Mi esposa nunca cuenta nada; tose que tose. Toda la noche.” Así, vemos una familia que grita más allá de lo soportable como expresión de sus dificultades (“Mujeres y niñas”), una joven del teatro que renuncia a las convenciones, pero acaba con una alegre compañía en la vejez (“Adiós y buena suerte”), la muerte accidental de un niño (“Samuel”) matizada por los múltiples puntos de vista de todos los que miran y actúan, condicionados por su propio pasado y sus vidas. O la narradora que se encuentra sentada en un árbol del parque, rodeada de niños y de conversaciones eróticas entre madres cuando sólo ansiaba “una bocanada del ancho mundo masculino”. O ese relato deconstruido y genial donde la narradora discute con su padre un cuento dentro del cuento (“Conversación con mi padre”), que va escribiendo y sometiendo a su crítica impaciente, y aprovecha para recoger sus “defectos como escritora” y juega cervantinamente entre ficción y realidad con su personaje real-inventado por otro personaje algo más real, pero también inventado, que es su álter-ego en muchos de estos relatos. O esa misma álter-ego ya vieja que corre con pantalón corto hasta su viejo barrio, ahora poblado por negros que la increpan pero también la escuchan sorprendidos, y acaba refugiada en su ex casa por una mujer negra huraña y su receptivo niño, mirando por la ventana y sin decidirse a salir durante unos días insólitos. O esas dos amigas que hablan por teléfono, enfermas, y la narradora, que se salvará, le dice a la otra: “La vida no vale tanto, Ellen... Sólo nos ha dado días miserables y hombres miserables, y hemos estado siempre sin dinero, siempre arruinadas, con cucarachas siempre, sin nada que hacer los domingos excepto llevar a los niños a Central Park y remar en ese estanque asqueroso...” “Yo quiero verlo todo”, contesta su amiga. O esos dos hombres que hablan del suicidio como una opción posible en sus vidas, dentro de unos años, cuando sus hijos hayan crecido... (“A la escucha”). Y en ese mismo cuento final, la amiga que se queja y no perdona a la autora por no haberla sacado en sus historias. O el momento de tensa quietud tras un dramático secuestro donde el padre parece culpable (“En el jardín”), o el dolor de las amigas por la pérdida de una de ellas, que va a morir, también lleno de humor y desenlaces múltiples que no mitigan la tristeza, pero la revisten de matices y complejidad (“Las amigas”), o cómo el descubrimiento de que existe un pasado cambia la percepción de una niña que repite su nueva frase “¿te recuerdaz?” (“Ruth y Edie”), o la divertida e interesante discusión política en la tienda de ultramarinos (“El oyente”). Y en esa corriente analítica, tan judía, por supuesto, la obsesión de la memoria: “Sentí una obligación imperativa, como si recordar fuera imperativo para la existencia del pasado.” Y las salidas inesperadas del padre de la narradora, excéntrico y vivo en todas sus apariciones: “Es terrible morir joven. Aunque la verdad es que te ahorra un montón de tiempo.” Grace Paley cuenta que no ha podido escribir más porque estaba demasiado ocupada con su activismo pacifista, social y feminista, desde los años sesenta y la Guerra de Vietnam hasta ahora. Es una feminista que disfruta en compañía de mujeres, pero también en la de los hombres. Y eso se traduce en el vitalismo plácido que respiran sus personajes a pesar de la conciencia y las dificultades. Estructuralmente, Paley parece sentirse libre para explorar y jugar a su antojo, deconstruyendo, asomando a unos personajes fijos de uno a otro cuento, poniendo en cuestión su realidad o su invención (“por eso llegué a quererla, a amarla, a inventarla y a soportarla”, dice en una ocasión la narradora sobre otro personaje), riéndose de sí misma y de todos, relativizándolos, usando su álter-ego, esa Faith (o Fe, en la versión castellana) que tanto recuerda a Grace (Gracia) en primera o tercera persona, acercándola y alejándola, como a todos los demás. Hay cuentos divididos en varias partes, cuentos que se interrumpen con comentarios de realidad, a veces ficticia, cuentos sesgados, incluso sesgadísimos –para contar la violencia contra una mujer, como “La jovencita”, donde el narrador es un hombre simple que empieza disculpando a los prepetradores, para acabar haciéndose alguna pregunta vaga—, cuentos dentro de otros cuentos, y siempre con su pulso firme, humorístico y cargado de una conciencia histórica y humana que sólo una mujer así, judía, culta, activista socialista y anarquista, fiera pacifista, pero vital, irónica, inteligente y con un talento inmenso para la literatura podría mantener sin aburrir nunca ni ser jamás panfletaria. En esta edición, Anagrama ha reunido los tres libros de relatos de Grace Paley que ya había publicado en los años ochenta, añadiendo otra serie de cuentos inéditos de la misma autora. Los traductores son variados, pero el nivel general de la versión castellana es digno, suficiente para dejar ver las sugerentes metáforas y las frases maravillosas de Grace Paley. Para mí, leerla ha sido un descubrimiento y una notable fuente de placer. Como valor añadido extraliterario, diría que es un respiro de aire fresco escuchar una voz tan activista, con un optimismo vital que no se engaña ni engaña, y que viene bien para recordar en Europa los valores de la cultura judía, ahora que Sharon y sus secuaces podrían llevar a olvidarlas. Sólo me gustaría recomendar a cualquiera que lea estas páginas que corra a su librería a hacerse con este libro magnífico y pueda así disfrutar de los placeres y el conocimiento que ofrece.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La regla del juego, en La Vanguardia Cultura/s

A favor del psicoanálisis ISABEL NÚÑEZ Bernard-Henri Lévy, Jacques Alain Miller, compiladores La regla del juego. Testimonios de encuentros con el psicoanálisis GREDOS / RBA Traducción de Susana Lauro 325 PÁGINAS 25 EUROS Francia ha tenido una relación de amor-odio con el psicoanálisis. El país de Lacan ha tumbado en sus divanes a múltiples personalidades públicas, y allí siempre hay un psicoanalista opinando sobre todo fenómeno social, de la moda a la violencia, la educación o el racismo. En España se desconoce y pocos saben que sin terminología freudiana apenas nombraríamos la individualidad. El reflejo de buscar ayuda psicoanalítica apenas existe aquí, salvo en comunidades argentinas o judías. En general y para su desdicha, los españoles prefieren doparse con fármacos que apagan sus síntomas, como si en lugar de tratar una infección bacteriana que causa fiebre, tomáramos antipiréticos de por vida. Este libro surgió para contrarrestar el Libro negro del psicoanálisis, en el que psicólogos conductistas lo denigraban, y contra el intento de los poderes públicos de someterlo a un dudoso control cientifista. La tendencia contra el psicoanálisis responde al mismo movimiento mercantil que amenaza la cultura humanista y la libertad del individuo en el mundo globalizado y se ajusta al interés de los laboratorios farmacéuticos por medicalizar e inventar enfermedades para sus productos. Hay testimonios brillantes y sintéticos, otros más densos, de escritores, psicoanalistas y políticos franceses e hispanos. El escritor Ricardo Piglia define el psicoanálisis como un “arte de la natación, de mantener a flote en el mar del lenguaje a gente que está siempre a punto de hundirse.” A la psicoanalista Elisabeth Roudinesco le fascina su lado subversivo, su provocación, “el odio que suscita desde sus orígenes”, como “avanzada de la civilización contra la barbarie”. Muchos hablan de libertad, del terreno incierto del deseo y la singularidad en que nos sitúa, nos cuentan cómo el psicoanálisis les ayudó a reconstruirse, a recobrar el habla (la filósofa Catherine Clement), de la libertad de escuchar (Renaud Dutreil, ministro), del asombro y la gratitud (Lolita Bosch), de la mejor opción contra el desánimo y el cinismo (Enric Berenguer), citan a Lezama Lima: “sólo lo difícil es estimulante” (Miquel Bassols), o afirman que les enseñó “a saber perder” (Jorge Alemán). Lleno de pasión y de experiencias vitales, el libro evoca el espléndido relato de su análisis que hizo Pierre Rey en Una temporada con Lacan.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

En La Vanguardia, mi reseña de Dylan

Dylan, el reverso del mito ISABEL NÚÑEZ Jonathan Cott (editor) Dylan sobre Dylan. 31 entrevistas memorables Global Rythm Press Traducción de Miquel Izquierdo 472 PÁGINAS 23 EUROS Colaborador de Rolling Stone, New York Times y New Yorker, Jonathan Cott ya publicó una biografía de Dylan. Aquí reúne 31 entrevistas importantes al genio más esquivo e inclasificable de la historia de la música popular, no sólo por su danza particular entre folk, country, rock, blues, etc, sino también por su carácter. Incluye encuentros legendarios con el personaje, como el de Sam Shepard o la entrevista mítica de Nat Hentoff en el Play Boy en 1966. Da la sensación, en las primeras entrevistas, de que Dylan se irrita y violenta cuando surgen ciertos temas, como las razones posibles de su popularidad. Luego se va relajando, aunque sólo raras veces –con Sam Sheppard— parece en su salsa, y entonces es él quien pregunta o habla de otras cosas. Cuando sospecha que le encasillan, salta a otro lugar. Y choca en lo político-ético: ahí es reacio, empeñado en ser primario y usar sólo jerga, y el lenguaje se hace abrupto como si el esprit se perdiera en la traducción; no por culpa de Miquel Izquierdo, sino porque el nivel coloquial americano es intraducible. Es como si dificultara el acceso al otro Dylan, al brujo de las canciones poéticas, densas y sutiles. Y en ese terreno de creación, música y sueños, se verbaliza la poética dylaniana y al fin nos llega su atmósfera y el deseo imperioso de escucharle: ahí reside la esquiva y poderosa magia del libro. Dylan huyó joven de Minnesota (“En invierno todo estaba quieto. Nada se movía. Ocho meses... Uno vive experiencias alucinógenas asombrosas mirando por la ventana… En verano, cuando el ambiente es caluroso y húmedo y el aire metálico… Hay mucho espíritu indio. La tierra…va cargada de hierro… hay una atracción magnética. Quizá hace miles de años un planeta cayó por allí. En todo el Medio Oeste hay una gran calidad espiritual. Muy sutil, muy fuerte. Nueva York no era más que un sueño”), se hizo nómada. Había algo roto en él; le costó reconciliarse consigo mismo, y sus cambios religiosos y fanáticos parecen extrañamente ligados a su violencia interna. Pero prevalece su furia poética, su asombroso talento.

miércoles, 30 de julio de 2008

La Vanguardia Cultura/s, Peter Cameron

Foto: I.N. Coquelicots à Barjac, 2008
Seres excéntricos ISABEL NÚÑEZ
Peter Cameron (Nueva Jersey, 1959) empezó publicando relatos en The New Yorker y luego pasó a la novela. En España se ha publicado El fin de semana (Alba, 1996), llevada al cine (con Gena Rowlands y Brooke Shields de protagonistas) y Andorra (Llibres de l’Índex, 1997). La ciutat del teu destí ha inspirado una película de James Ivory y Ruth Prawer Jhabvala.
Omar, un joven persa emigrado con su familia al Canadá, vive en Kansas con su novia Deirdre, que intenta corregirle y encaminarle, sin dejarle demasiado respiro. Ambos son profesores de literatura en la universidad y ambos investigan. Omar ha conseguido una beca para escribir la biografía autorizada del escritor Jules Gund, pero sus herederos le niegan la autorización. Siguiendo el consejo de Deirdre, Omar viaja a Uruguay y se presenta en la propiedad donde viven las que fueron mujeres del escritor, su hermano homosexual y su amante. La llegada de Omar rompe el aburrido y falsamente plácido aislamiento donde cada uno se debate con sus demonios internos. A través de ese encuentro, Omar se verá a sí mismo con mayor claridad y, en una especie de carambola, nada volverá a ser como antes para ninguno de ellos. No es extraño que las novelas de Cameron lleguen al cine o que Ivory haya filmado La ciutat del teu destí. Hay algo muy cinematográfico en su escritura, una narrativa poderosa, fácil de sintetizar y traducir a imágenes. A mi modo de ver, son sus personajes excéntricos, perdidos o caídos en desgracia, pero aún capaces de cambiar y volver al mundo lo que da a su literatura el máximo valor. Los diálogos inteligentes, la hondura sutil con que algunas frases explican un momento o una actitud, esa rara contemporaneidad atemporal, heredada tal vez de las escritoras que Cameron reivindica como maestras, Elisabeth Taylor o Rose Macaulay (también recuerda a Edith Wharton, o al Salinger de Para Esmé, con amor y sordidez),y la elegancia y fluidez con la que sabe narrar. La crítica inscribe a Cameron en el contexto de la literatura gay, aunque ese foco no sea exclusivo ni prioritario, sino abierto, como en algunas sólidas y bien construidas novelas de David Leavitt.
Peter Cameron
La ciutat del teu destí/ La ciudad de tu destino final
Traducción: Mar Albacar / Araceli Arola Pascual
EDICIONS 62 / EL ANDÉN
324 / 408 PÁGS.
19 / 18,50 EUROS

viernes, 23 de mayo de 2008

Mi texto de presentación de la novela de Paulina Fariza


Foto: Manel Armengol, Bellis perenníssima, 2006

Un cuento chino sobre la felicidad – Paulina Fariza

Cuando Paulina me propuso que presentara su novela, me advirtió: “Ya verás que somos muy distintas escribiendo, pero creo que puede haber algunas afinidades”. Nos encontramos en uno de los pocos bares posibles del barrio extraño donde las dos habitamos para que me pasara el manuscrito y estuvimos un rato hablando de escritura y de la felicidad que se siente cuando se está escribiendo, con las antenas puestas para integrar cualquier cosa que se vea. Y ella aludió con cierta nostalgia a esa actitud, con una sonrisa muy suya y dijo: “Lo miras todo, ves y te ríes…” y me reconocí en esa sensación de mirada gozosa, aunque ella también habló del dolor de enfrentarse a la parte más oscura de cada uno y yo pensé en aquella idea de Lobo Antunes de la literatura como enfermedad, de nombre literatosis, que citaba Vila-Matas, en que el autor portugués dice: “En cuanto empiezo a sufrir, pienso: ‘¿Podré utilizar también esto para escribir?’”.
Leí las cinco primeras páginas de este Cuento chino… y acepté presentarla, porque enseguida me gustó la mirada perpleja de esa narradora inquieta, María, que con su nombre virginal representa a la vez a todas las mujeres. A medida que me adentraba en la historia comprobaba justamente lo distintas que somos en la escritura, pero su ritmo me arrastraba, de tal forma que en dos días me había merendado la novela. Y pese a la diferencia de posición, la suya mucho más festiva y mediterránea y la mía quizá más sobria, algunos elementos me resultaban muy familiares y cercanos. Y tengo que decir que me ha sorprendido e interesado la visión de una generación posterior a la mía, que no se regía por los mismos modelos rígidos, limitados, divididos y a veces incluso irreconciliables, sino que sus personajes se encuentran un mundo tumultuoso sin mapas ni guías para interpretarlo.
Primero pensé en esa narradora como una Celia lo que dice o Celia en el mundo contemporánea: seguramente aquí nadie sabrá de lo que estoy hablando: ese personaje de una serie infantil de Elena Fortún que yo leía de pequeña, una niña alocada y bulliciosa que miraba el mundo de la posguerra madrileña, el mundo de la religión y la educación autoritaria y los modelos morales entre el delirio surrealista y una crítica soterrada y tan hábilmente contenida como para pasar la censura.
Esta narradora es una Celia contemporánea, con la misma combinación de ingenuidad y mordiente, fantasiosa y tremenda como Celia, pero también drogota, incestuosa, escatológica, carne de pornografía, exploradora de todo, desacomplejada y bulliciosa, casi sin prejuicios estéticos ni éticos, y ese personaje permite a la autora integrarlo todo sin ninguna vergüenza, desde el mundo hortera y banal del tardofranquismo a todas las opciones vitales e ideológicas posibles, indicios de un país que empezaba a despertarse de la larga pesadilla dictatorial de regresión. La ideología izquierdosa, el lesbianismo, los movimientos sociales, la extrema derecha, las drogas, el feísmo, las bandas de música, la televisión, la pérdida, el sexo visto desde esa escatología tan valenciana, el humor, todo agitado en un molinillo para componer una especie de opereta, de zarzuela con su parte indudablemente fallera de tracas y bombas narrativas que ella hace estallar como planos visuales, como escenas cinematográficas.
Y es que María, esa protagonista sin ideología ni vergüenza se atreve con todo y tiene la desfachatez de enrollarse con un chico que no sólo tiene granos, sino que es de Fuerza Nueva y va por la calle en grupo dando palizas a sus víctimas. No puedo negar que ese punto de vista suyo me ha escandalizado, como su parodia del feminismo y la aparente falta de posicionamiento respecto a la memoria y las consecuencias de la guerra civil: esa narradora parecía incluso asumir que los dos bandos de la guerra pudieran juzgarse bajo el mismo rasero, olvidando la ilegitimidad del franquismo y el largo historial abusivo de la posguerra. Y sin embargo, no es cierto. No se trata de un posicionamiento real, sino simplemente, una vez más, de la libertad desvergonzada con que la autora construye su gran teatro del mundo, que expresa la confusión generacional de los que no tuvieron que luchar por los derechos de las mujeres ni por la liberación sexual, pues como ella misma ha dicho, todo eso les fue dado o se les presupuso, pero sin orden ni concierto, sin unas madres liberadas capaces de orientar, sin apenas maestros, y en un país donde aún mandaban los de antes. Para expresar esa confusión, la autora necesitaba precisamente el recurso de una actriz-narradora de mirada ingenua, que vaya descubriendo la realidad en su pura fragmentación y con toda su oscuridad, preguntándose y preguntando con la impertinencia libre e imprevisible de algunos niños.
María pasea por el mundo como si fuese el sueño de Ocho y medio de Fellini, un gran jardín donde va encontrando a todos los personajes, sólo que a ella, algunos de esos personajes y mundos le llegan por carta, como la amiga emparejada con un escritor austríaco al que idolatra. Y ahí me detendría un momento porque ese escritor prestigioso (al que Paulina reserva, como castigo simbólico, un destino casi almodovariano) pronuncia una importante maldición: “lo peor del mundo son esas escritoras que intentan reflejar el universo femenino en sus novelas”. Esa descalificación provoca a la autora, como el falso Quijote de Avellaneda provocó a Cervantes a escribir su segunda parte del Quijote, le sirve de motor para hacer precisamente eso, lo prohibido, integrando al imprudente que en la realidad dijera esa frase convertido en personaje de su sainete, y en esa clave construye su punto de vista ético pese a todo: reflejar el universo femenino, incluso con su parte escatológica, como el pesebre tiene su caganer.
Pero que nadie piense que se trata de una novela dirigida sólo o principalmente al público femenino. Creo que su humor paródico interesará a muchos lectores hombres, y al mismo tiempo, hay otra voluntad en el libro que es la gran novela de costumbres y los fragmentos de mosaico ensamblados para componer un todo interesante y hábilmente estructurado, pues cada personaje representa una de esas opciones vitales e ideológicas posibles de este país en el tardofranquismo, y con todos juntos Paulina Fariza arma su retablo, su friso social, su opereta del país, su comedia goldoniana con ese humor descreído y esa autoironía que nunca la abandonan, ni siquiera cuando la narradora se mira al espejo desnuda y embarazada o bien cuando comprueba sin lamentarse lo distinto que es su cuerpo del que tuvo una vez. Y en ese punto de vista y ese humor sin compromiso el libro es berlanguiano y ferreriano, aunque su época y su generación sean muy otras, y a veces incluso boadelliano. Y con todo, la cita que abre la novela es una clave para entender su verdadero posicionamiento. Paulina aspira a hacer su Middlemarch, es decir, situar, a través de su heroína, la posición de las mujeres en su país y su tiempo.
A mi modo de ver, Paulina Fariza recoge el legado de la novela picaresca española y de la ironía cervantina, incluso con ecos del Tirant lo blanc, para componer su retablo de las maravillas femenino, su celebración fallera y a veces mexicana de la vida y la muerte y su cuadro de un tiempo y un lugar, sin escatimar golpes ni heridas ni los fluidos y las manchas que éstas dejan. Y es que en estas páginas, la vida es una especie de parto múltiple, con su aspecto indudablemente escatológico, sus paredes carnosas, su sangre y placenta, con el dolor y la fuerza y toda la emoción que suscita.
Y yo, que casi sólo escribo cuentos, que son fragmentos sin ensamblar por mucho que estén sometidos a una estructura férrea y obligados a una economía implacable, he envidiado la capacidad de Paulina de construir ese armazón de la totalidad social casi sólo con el paseo o la trayectoria de la protagonista, y al mismo tiempo he gozado de esa gran libertad suya, que parece atreverse con todo, perdida toda timidez y todo pudor, con un efecto tremendamente musical en el que casi me parecía oír la voz cantante (literalmente) de Paulina, intensificando la sensación de ritmo y celebración vital, donde el mundo es una galería inmensa de personajes que asumen la multiplicidad de opciones y la vida, brutal y absurda y difícil, no es más que un baile general, una especie de cacería con fanfarrias donde unos resisten y otros van cayendo.
Y en su humor paródico, en esa inevitable mirada capaz de burlarse de sí misma y del mundo, sin negar la parte amarga ni los posos del café, o en la capacidad de encontrar la ironía de las cosas he captado la segunda afinidad nuestra. No es casual que Paulina me dijera que había apreciado el humor de mis cuentos y que su favorito era precisamente el más paródico, una historia amorosa que a algún lector le pareció de un pesimismo atroz, porque no sólo cada lector lee un libro distinto, como escribió Proust, porque pone la lupa en un lugar distinto, a la manera del óptico de Combray, sino que, como dijo Paulina, cada lector lee sólo lo que él o ella es.
Un cuento chino sobre la felicidad es una novela de la infancia y la adolescencia, una ópera bufa de iniciación amorosa e ideológica, un retablo social e histórico de un país, un libro sobre las mujeres y sobre la escritura, con su dosis contemporánea y posmoderna de libro dentro del libro y con todos los guiños metatextuales que Paulina Fariza se ofrece a sí misma y a los escritores que quieran entenderlos, y a la vez es una gran parodia musical de todo.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Reseña en La Vanguardia Cultura/s

Narrativa Felix Krull en Budapest ISABEL NÚÑEZ János Székely (Budapest, 1901 – Berlín, 1958) empezó su andadura de escritor como poeta, luego como guionista y novelista. En los años 30 se fue con Lubitsch a Hollywood (donde ganó un óscar), y acabaría instalándose en Nueva York con su esposa, aunque en la caza de brujas de McCarthy tuvo que huir a México y a Berlín, donde murió. Novela de trasfondo autobiográfico, Tentación cuenta las andanzas de un chico pobre y bastardo en la Hungría de entreguerras, primero en un orfanato rural, luego como botones de un lujoso hotel de Budapest, explotado hasta la extenuación y con su madre desesperada entre el abandono y el hambre. Es inevitable evocar la magnífica novela inacabada de Thomas Mann, Las confesiones del estafador Felix Krull, aunque aquí no es tan importante la caracterización del personaje (el de Mann, un brillante embaucador que sabrá aprovechar su suerte) como la desesperación de la pobreza, la lucha por la existencia, la marginalidad de los pobres, el ascenso del nazismo y al otro lado, la esperanza llena de dudas del comunismo. Algunos críticos han calificado la novela de dickensiana, y sin duda la miseria y los personajes marginados lo son. Pero la escritura no tiene la poética de Dickens, ni el foco tremendo de su mirada, ni su musicalidad expresiva. En esta mezcla de desaliento vital, alcohol y deseos locos, hay momentos de brillo filosófico, y guiños de escritura al lector (como la inclusión de los Székely de Transilvania), y algo de la crueldad y los sueños de Grandes Esperanzas, algo de Dostoievski (la culpa unida a la violencia, la desesperación), y algo de Thomas Mann (el abismo que separa al botones de la dama clienta del hotel, y la fascinación e iniciación erótica con ella o la opción de utilizar los favores sexuales para ascender; aunque ambos protagonistas lo tomen de forma opuesta) y también del John Steinbeck de Las uvas de la ira (aunque estos personajes no están tan definidos ni son tan excéntricos, tan particulares como aquellos, para quedarse para siempre con nosotros). Todos esos hálitos compartidos laten en estas páginas, revisitados…en Budapest. La novela se sitúa allí, justo antes del horror europeo del nazismo y la shoah, bajo el mandato del almirante Horthy, y restituye cinematográficamente la ciudad para nosotros, esa ciudad hermosa, fría y dura para Béla, que no tiene dinero ni para coger el tranvía y se levanta tres horas antes para llegar al hotel, sin desayuno, y durmiéndose en el camino. Esa ciudad llena de porteros filonazis capaces de extorsionar y ocupar rápidamente el lugar de los deshauciados o presos, y del orgullo, el hambre y la rabia de los pobres, y la casi imposibilidad de que el mundo cambie, o los sueños americanos del protagonista. Tentación se lee bien, en una prosa sencilla, y ofrece claves para completar el puzzle europeo de esa época convulsa, con la aportación de un país cuya literatura apenas empieza a conocerse por estos lares. Bien editada, con un espectacular cuadro de Kees Van Dongen en portada (como las hermosas y sutiles acuarelas que ilustraban La Recherche), es una novela muy digna, que palpita con la carga de tristeza, esperanza y terror del siglo XX europeo.
János Székely
Tentación
LUMEN
Traducción de Mária Szijj
782 PÁGINAS
29,90 EUROS

miércoles, 7 de mayo de 2008

Reseña en La Vanguardia Culturas


Foto: I.N., Girona, 2008


Narrativa
Memoria y fabulación
ISABEL NÚÑEZ

Milena Agus (Génova, 1959) es profesora de literatura italiana en un instituto de Cagliari, Cerdeña. Sus novelas Mentre dorme il pescecane (2005) y Ali di babbo (2008) han tenido buena acogida de público, pero a raíz de su publicación en Francia, Mal de piedras se ha convertido en un best-séller europeo, con más de 400.000 ejemplares vendidos entre Francia, Alemania e Italia.
Escrita en tercera persona por una narradora-nieta, la novela traza la vida de una abuela excéntrica y poco convencional, en la Cerdeña de la II Guerra Mundial y el fascismo, una mujer que según interpreta otro personaje, asumió con su conflictividad todo el desorden necesario, en la fantasía de que toda familia necesita cierta dosis de locura, y un solo miembro paga el tributo para que los demás encajen en el mundo. La abuela somatiza su dolor o su falta de afecto en un mal de piedras que mata los embriones de embarazos posibles, ahuyenta a sus pretendientes con poemas libremente obscenos, y el hombre que se casa con ella lo hará para saldar una deuda familiar. Ella se presta con él a todas las representaciones eróticas y él olvida pronto la casa de citas, pero duermen sin tocarse y su placer no genera afecto. En el balneario donde la hermosa abuela cura sus piedras encontrará al objeto de su ensoñación amorosa, el Veterano, un personaje que permite a la autora hablar de la arbitrariedad de la guerra y la reconciliación del país.
Una escritura fluida, una poética fácil, un tono ensoñado y fantasioso que evoca el realismo mágico latinoamericano o tal vez El cartero y Pablo Neruda, un mundo de sensualidad que se aborda de forma natural, a veces escatológica o descaradamente erótica, sin gran economía literaria (pese a ser una novela corta) ni sentimental, ni gran exigencia, donde los estereotipos y lo previsible conviven con ideas inteligentes y metáforas dignas, y donde el talento, que lo hay, brilla en medio de una banalidad autonegligente o de un giro final tramposo. Cualquiera puede leer esta historia sin más, y un lector exigente detectará entre la ganga vetas que añadan matices a su percepción de las cosas.


Milena Agus Mal de piedrasMal de pedres
Siruela - Empúries
Traducción de Celia Filipetto – Andreu Moreno
116 PÁGINAS - 96 PÁGINAS
16 EUROS

martes, 29 de abril de 2008

Wolf Haas en La Vanguardia Cultura/s del 9 de abril

Una irónica historia de amor ISABEL NÚÑEZ Wolf Haas (Maria Alm, Austria, 1960) es célebre en Austria por sus novelas policiacas, protagonizadas por un malhumorado ex inspector Brenner, escritas con el lenguaje de la calle y un particular sentido del humor. Haas había trabajado como creativo publicitario y sus campañas se caracterizaban por los juegos de palabras, los dobles sentidos y la ironía. El clima desde hace quince años tiene una curiosa estructura. Un escritor llamado Wolf Haas es entrevistado por una crítica literaria sin nombre sobre una novela que ha escrito. El lector reconstruye la novela a medida que avanza la entrevista. Se trata de una insólita historia de amor, o más bien de una obsesión del protagonista, Vittorio Kowalski, prendido del beso de una joven, Anni, cuando su encuentro estival es interrumpido dramáticamente. A partir de ese momento, Kowalski, que no ha vuelto allí, se dedica a recopilar los datos meteorológicos del pueblo. Como experto en el clima de esa aldea austríaca desde hace quince años, Vittorio acude a un concurso televisivo, lo cual mueve al escritor a contar su historia. La idea de integrar la relación autor-crítica en la ficción podría tentar a cualquier escritor. La actitud de la crítica, su arrogancia interpretativa y sentenciosa, la lectura superficial y las lecciones de moralidad al autor, o los críticos que estropean la lectura contando el final. O las razones del autor, lo que le mueve a escribir, sus obsesiones, lo que rodea la escritura. Y en cuanto a la historia dentro de la historia, quién no se ha interrogado alguna vez por esas fantasías (encuentros inacabados) que echan raíces extrañamente en la mente de algunos partners, en una poderosa fijación irracional, y que pueden volver a nuestras vidas con la misma fuerza gravitatoria, o soñar que volverán, pues nos ven con los ojos del pasado y para ellos no envejecemos ni se marchita nuestra luz. Una vez superada la barrera estructural, que en las primeras páginas puede parecer forzada, la historia tiene una gracia indudable, está bien contada, es entretenida y su ironía da qué pensar. Un divertimento inteligente. Esperemos que en la próxima edición corrijan las erratas.
Wolf Haas El clima desde hace quince años Roca editorial Traducción de Rosa Ribas 207 PÁGINAS 17 EUROS

domingo, 2 de marzo de 2008

Alice Munro 1 y 2

Foto: I.N. Palmeras en Elisabets, 2009
Narrativa El amor y el paso del tiempo ISABEL NÚÑEZ Alice Munro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio RBA Traducción de Marcelo Cohen 257 PÁGINAS EUROS Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931) ha escrito nueve libros de relatos, cinco de ellos publicados en España: Las lunas de Júpiter, El progreso del amor, Amistad de juventud, Secretos abiertos y El amor de una mujer generosa, además de una novela, Lives of Girls and Women. Según contaba en una entrevista, la autora pretendía escribir novelas, pero siempre había algo incidental en su vida que la interrumpía, y poco a poco, eso la llevó a convertirse en una auténtica maestra del relato. Sus historias tienen la melancolía americana de Carson McCullers, Eudora Welty, Raymond Carver e incluso Richard Ford, pero también la profundidad de los mejores cuentos de Chéjov. Hay tal densidad en ellas que el lector se ve obligado a parar entre uno y otro relato y dejar reposar la historia en la mente para no confundirse con la lectura de la siguiente. Munro tiene una forma prodigiosa de adentrarse en esos personajes en unas pocas páginas, casi oímos sus respiraciones, nos movemos con ellos. El título, como suele hacerse, corresponde tan sólo a uno de los relatos y podría llamar a engaño. Porque ciertamente las historias de amor, el amor fugaz, el deseo, el amor recuperado, la pérdida amorosa dominan estas narraciones, pero si hubiera que elegir un tema omnipresente, aún más poderoso o que condiciona siempre las relaciones que aquí aparecen, sería el paso del tiempo, y el punto de vista de las mujeres. La enfermedad y la muerte en las parejas, envejecer, la infidelidad y su recuerdo a través de los años, las fantasías y el deseo, los hospitales y sanatorios, las fugas, la pasión, la ambición y la traición, las transformaciones insospechadas o los repliegues secretos de la mente, los encuentros inesperados, las afinidades, la religión y las ideologías, las estrategias de supervivencia, la fea realidad y la perversidad del destino, sin escamotear los momentos de rara belleza de la vida. Todos esos elementos contados en escenas cotidianas, atisbos de lo que pudo haber sido, vidas medio vividas (como en el título de Naipaul), en el paisaje de Ontario, con imágenes y personajes intensos que se quedan con nosotros tal vez para siempre. Dos adolescentes que mandan falsas cartas de amor y acaban uniendo sorprendentemente al padre de una de ellas con la solitaria ama de llaves; una mujer en tratamiento de quimioterapia a la que un joven tiende un puente inesperado hacia el deseo y la vida; un profesor que enferma tras luchar contra la intolerancia religiosa de una ciudad de provincias; una historia de amor infantil que no llega a realizarse; un intenso momento de infidelidad visto a través del tiempo; el hombre que interna a su mujer en el sanatorio, y para su sorpresa, la ve olvidarle temporalmente y enamorarse de otro interno... Y en medio de todo, la escritura, el oficio de escribir, que asoma de vez en cuando en estas páginas como un sedimento de fondo. Es efectivamente un mundo de mujeres, o mejor dicho, una perspectiva de mujeres. Los personajes femeninos muestran su interioridad reflexiva, su capacidad de soñar y de resituar los momentos de su vida en un continuo análisis que se mide con los acontecimientos y el paso del tiempo. Un análisis que les permite reinterpretarse a sí mismas, comprender el pasado y hacer que la vida sea más soportable. Pero a la vez es un mundo vertebrado con los hombres, que aparecen dibujados con todo su peso en estas historias. Y se trata efectivamente de relatos densos, comprimidos, donde una economía sutil y prodigiosa, adquirida con la experiencia, permite una riqueza de matices y una profundidad que rozan la plenitud de la novela. El dominio narrativo de Alice Munro es total y la sutileza de los detalles revela un universo de sentidos, eficazmente transmitidos por la traducción. Por suerte para el lector, Munro es una escritora prolífica y no es difícil seguir leyéndola.
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Narrativa Mujeres que huyen ISABEL NÚÑEZ
Alice Munro Escapada RBA Traducción de Carmen Aguilar 286 PÁGINAS
Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931) es una autora prolífica. En España se han publicado Las lunas de Júpiter, El progreso del amor, Amistad de juventud, Secretos abiertos y Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Se trata de una maestra del relato y, como ya se ha dicho, sus historias tienen una densa profundidad: el lector tiene la impresión de adentrarse, en pocas páginas, en el mundo intrincado de una larga novela. En Escapada (Runaway) ocurre esto mismo, y además, la autora nos ofrece la opción de seguir a un personaje a través de tres cuentos seguidos, en tres etapas distintas de su historia, y lo hace con una soltura envidiable, sin necesidad de explicar apenas, sólo mostrando detalles, momentos. En general, se trata de situaciones en las que una mujer intenta escapar a un sino contra el que se rebela, una situación insatisfactoria, una relación (de pareja, familiar) que la ahoga, o bien duda y huye de sí misma. Una joven que presencia un suicidio en un tren y acaba instalándose con un antiguo amante en otra ciudad. Una mujer mayor, solitaria, que de pronto se casa y se traslada lejos; otra que decide escapar de su irritante pareja animada por una vecina y acaba por volver, aterrada de perder su identidad; una chica que abandona a su madre para meterse en una secta; otra que busca a su extraña amiga vidente; y otra a quien perder el bolso permite descubrir el deseo, perderlo enseguida por azar y descubrir demasiado tarde la confusión que alteró su vida. Las escapadas no son siempre logradas, ni felices. El paso del tiempo sigue siendo protagonista, pesa en estos cuentos como una clepsidra gigante en la historia de estos seres, su evolución individual y sus encuentros a través de los años. Aquí, los estereotipos no funcionan; todo es mucho más complejo. Definitivamente las mujeres son protagonistas, pero los personajes masculinos están bien definidos, con gran riqueza de matices. Hay errores y culpa, desolación, ambivalencias, malentendidos, enfermedad. Y momentos en que un acontecimiento externo –como en Chéjov, en Maupassant, en Carver— cambia decisivamente la percepción de las cosas. Y otros momentos especiales que se nos ofrecen aquí como un regalo de la penetrante sensibilidad de Munro, como el de ese repartidor que, en pleno trayecto con su camioneta, se siente mal, aparca en un lugar umbrío y boscoso, junto a un río, y muere allí suavemente, sin molestar a nadie. Aunque diría que en estos cuentos, la voz de la autora no parece tan libre y rutilante como en Secretos abiertos, y parece irradiar una atmósfera más oscura y cargada que en Odio, amistad, noviazgo, amor..., su capacidad de encantamiento narrativo sigue intacta y envidiable: la finura en los detalles, el modo en que un silencio nunca resuelto –en la huida de una hija— genera, por ejemplo, toda clase de especulaciones y turbulencias emocionales que transforman la vida de la abandonada madre, la manera en que los personajes entran y salen de las vidas de otros y la estela que dejan en el pensamiento y las fantasías ajenas, dibujándose físicamente, como la vibración de una rama al levantar un pájaro el vuelo o las ondulaciones de una piedra en el agua. Y el dominio de Munro para contemplar a sus personajes en cualquier edad, como si los años le hubieran dado la posibilidad de entender todas las edades al mismo tiempo, sin borrarle ninguna. Hay un relato magnífico, “Pasión”, que para mí destaca entre todos por la fuerza eléctrica de un instante mágico, por su definición dramática y a la vez nostálgica, por el encanto de tres o cuatro personajes –Grace, la señora Travers, el desesperado y atractivo Neil e incluso el sencillo Maury o las cuñadas—, por la forma chejoviana (teatral y natural al mismo tiempo) en que la autora los hace aparecer y salir de escena, cargados con sus historias personales, y por la intensidad de unos gestos suficientes para transmitir el carácter de cada uno con una sutileza que pocos autores logran. No sé por qué, de todos los relatos, éste me parece el más esperanzador, a pesar de que el desenlace no lo sea. En cualquier caso, estas ocho historias componen un libro maravilloso, que deja huella. Probablemente Alice Munro no es una autora fácil de traducir, pero hay que decir que la versión castellana no siempre está a la altura del empeño. El día en que los editores españoles se decidan a valorar la traducción, acercándose a las tarifas de sus colegas europeos y permitiendo que el traductor se tome su tiempo para pensar y corregir, dejarán de ocurrir estas cosas con tanta frecuencia. Y la beca del Canada Council debería contribuir también a apoyar ese esfuerzo del traductor, tan tristemente despreciado en este país.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Mi texto de presentación en el IDEC

Foto: Portada de un libro anterior de Drakulić
Slavenka Drakulić, No matarían ni una mosca. Global Rhytm Press
Conocí a Slavenka Drakulić en octubre de 2006, en Berlín, donde ella pasaba un año disfrutando de una beca de la ciudad para escribir un libro. Me citó en el café de la Literaturhaus y allí la entrevisté para el libro balcánico que yo estaba escribiendo. Lo que más me sorprendió, comparativamente con otros autores de la antigua Yugoslavia, fue su ánimo y su vitalidad. Yo sabía, como algunos de ustedes sabrán, que junto con Dubravka Ugresić y otras tres escritoras e intelectuales feministas croatas, Slavenka fue perseguida y estigmatizada en el grupo al que llamaron “las brujas de Río”, por una cumbre feminista celebrada en esa ciudad, donde sólo alguna de ellas participó y donde se denunciaban las violaciones de mujeres bosnias; la prensa del establishment nacionalista las acusó, mintió sobre ellas y facilitó sus datos personales, sus direcciones y teléfonos para que todo el mundo pudiera perseguirlas. Su casa fue vandalizada. El miedo hizo que sus colegas no las apoyaran y tuvieran que abandonar el país.
Pensé entonces, al conocerla, que su particular situación, ni dentro ni fuera del país, es decir, sin exiliarse pero sin soportar la asfixia dentro, siempre viajera, corresponsal (ella dice que no se considera disidente puesto que en su país hay democracia), entre Viena, Berlín, Istria y Zagreb, la ayudaba. Pero cuando le transmití a Slavenka mi impresión, me dijo: “No me interesa tanto pensar en mí misma como intentar entender lo que ocurre a mi alrededor.” Y en efecto, sus libros así lo demuestran. En ese sentido ella sigue aquella máxima de Spinoza que yo siempre cito: “No sufrir, ni lamentarse, inteligir.”
Periodista, socióloga y licenciada en Literatura Comparada, Slavenka Drakulić ha colaborado con medios europeos tan prestigiosos como The Nation, La Stampa, Frankfurter Allgemeine Zeitung y otros. Ha publicado diversos libros de ficción y ensayos, traducidos a 15 lenguas. En España tiene tres novelas publicadas, una de ellas, la sobrecogedora Como si yo no existiera se basa en la documentación y testimonios recogidos de las violaciones de mujeres bosnias en los campos (y ha sido elegida en Nueva York entre los “1001 libros que hay que leer antes de morir”. Su última novela, sobre Frida Kahlo, Frida o del dolor, se publicará este año en Viking Penguin como Frida’s Bed. También me interesó la compilación de artículos titulada Balkans Express, Fragments from the Other Side of the War que construyen una crónica excelente, serena y reflexiva de los tiempos de guerra. Todos esos libros son analíticos y brillantes, pero sin duda el que presentamos hoy, No matarían ni una mosca es el más potente, por decirlo así. Se trata de una selección de las crónicas que la autora escribió, para la prensa internacional, de su seguimiento de los juicios a criminales de guerra balcánicos en el Tribunal Penal Internacional de La Haya para crímenes de la antigua Yugoslavia.
Es un libro arendtiano, ya que se basa en la idea de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. La selección es inteligente, puesto que los retratos de los personajes elegidos y sus procesos nos sirven para entender los aspectos más importantes de la llamada Guerra de los Balcanes. En ese sentido, tal vez sea el libro que mejor permite entender esa guerra, pero no sólo eso, nos permite comprender cómo, mediante una poderosa campaña de prensa, se puede inducir a la mayoría de la población a entablar una guerra fraticida contra los que hasta entonces eran sus familiares, amigos, compañeros de trabajo o vecinos. Permite reflexionar sobre el proceso de estigmatización del “Otro”. Permite también preguntarnos, con sinceridad y sin hipocresía, qué haríamos nosotros en una situación similar. Permite comprender que la guerra no la hacen sólo los criminales, los supuestos “monstruos”, sino que requiere la complicidad colectiva. Y que esa complicidad, como mostraba Victor Klemperer, se inicia a menudo en pequeños gestos: como no saludar a un vecino estigmatizado como “el otro”, que justificarán otros gestos posteriores: denunciarle para apoderarse de su puesto de trabajo, aprovechar su detención para robarle un televisor.
Y al mismo tiempo, nos obliga a preguntarnos qué se esconde tras la paz, si no será que la paz es sólo la cobertura de una guerra sorda, si acaso la opresión económica y social en la que vivimos no es a su vez una forma de guerra invisible que lleva a la desesperación y que convierte a algunos en potenciales cómplices en tiempos de guerra.
El libro muestra cómo un ciudadano ejemplar, croata, de esos que ayudan a sus vecinos y que tenía amigos serbios y musulmanes, se convierte durante 17 días en un monstruo que encuentra placer en torturar, matar y violar. ¿Es que la guerra nos convierte en monstruos? ¿O sólo revela al monstruo que nos habita?
O el juicio de Foča, a un grupo de hombres serbobosnios que encerraron y violaron a unas mujeres bosnias durante meses y que “sólo querían divertirse”. Esos acusados no comprenden por qué les condenan, si eso es lo que ellos les hacen a sus mujeres normalmente, si podían haberlas matado y no lo hicieron. Y para rematar su confusión, les juzga una mujer, negra. Es un juicio histórico porque por primera vez se declaró la violación, crimen contra la humanidad.
O la historia del pueblo croata de Gospić, donde mataron a 150 personas (entre serbios y croatas disidentes), saquearon y quemaron sus casas y donde todos callan, porque apartaron la vista o robaron un vídeo de las víctimas. Un único testigo que va a la Haya sufre la hostilidad de todo el pueblo y le acaban matando con una bomba. Todos son cómplices.
O el joven serbio en Bosnia, enrolado en el ejército casi por accidente, que se encuentra en el lugar equivocado –la masacre de Srebrenica—, no reacciona a tiempo, y cuando intenta negarse a disparar, le ofrecen que entregue su arma y se ponga con el pelotón, y por cobardía, acaba matando a 80 hombres desarmados, indefensos, que llegan en autobuses, con los ojos vendados…
O el afinado retrato psicológico de la patológica pareja que gobernó Serbia, desdeñando a las instituciones, Slobodan Milošević y su esposa Mira Marković.
Y ese happy together del final, esa escena en que los criminales de guerra croatas, musulmanes y serbios viven juntos en armonía en la cárcel de Scheveningen. ¿Era el nacionalismo sólo un pretexto? ¿Acaso no había ninguna causa para todo aquel horror?
Vemos también cómo avanzan esos juicios, con interrogatorios prolijos, minuciosos, a veces monótonos, hasta que de pronto se dibujan estremecedoramente los hechos que los inspiraron.
Sin duda hay dolor y atrocidades en estas páginas, como cuando vemos a esa testigo, madre de una niña secuestrada a los 12 años, violada y esclavizada, vendida a un soldado y desaparecida para siempre, y la testigo no logra articular palabra en La Haya y sólo le sale un leve gemido casi animal, de animal dolorido. Y no es el único momento. De hecho, mientras lo leía, yo misma me pregunté, como tantas veces escuchando las crónicas de los escritores a los que entrevisté allí, por qué demonios me había puesto yo a investigar en ese tema.
Sin embargo, el estilo de Slavenka Drakulić no nos permite regodearnos en ese dolor, sino que va más allá, con su tono aparentemente ligero, periodístico, pero a la vez audaz y agudo en sus análisis, tanto en lo psicológico como en lo político y social, nos ayuda a seguir la máxima de Spinoza y nos contagia de su pasión investigadora, de su pasión por comprender.
Ella se acerca a sus personajes sin prejuicios, aunque sin vacilar en su ética, los analiza, y el modo fluido en que usa el yo o compara esos supuestos monstruos con sus conocidos o familiares demuestra sus tablas de escritora. Esa habilidad suya es especialmente patente en el capítulo sobre el criminal de guerra Mladić (como saben, aún en libertad), la extraña y sobrecogedora escena familiar, justo antes de que la hija del general Mladić se suicide pegándose un tiro con la pistola de su padre, probablemente al enterarse de sus fechorías, cómo Slavenka Drakulić sitúa al personaje comparándolo con su propio padre militar, otra vez sin mitificar ni demonizar, simplemente investigando, como Hannah Arendt hizo con Eichmann. Y por otra parte, el retrato de su padre le sirve a Slavenka Drakulić para mostrar, no sin crítica, esa otra antigua Yugoslavia que ahora quieren enterrar, de una generación orgullosa de aquel comunismo más soft, de ese legado de la izquierda que lleva a muchos a no renunciar a las conquistas sociales y aspirar a una democracia estilo nórdico.
También nos muestra cómo la propaganda que se hizo para instigar la guerra utilizó las heridas silenciadas de la II Guerra Mundial, que en la antigua Yugoslavia había sido encarnizada como una guerra civil, y que la historia idealizada, mítica y poco crítica que se enseñó en las escuelas en época de Tito no ayudó a resolver.
Es un libro valiente, para lectores valientes. No por la dureza, sino por el valor de enfrentarse a la realidad y analizarla, el valor de pensar libremente, con todas sus consecuencias.
Quiero decir que su lectura fue especial para mí, para comprender, y me alegra mucho haber contribuido en cierto modo a que se publicase en España, pero al mismo tiempo, creo que hay en el libro una lección importante para nuestro país, que ha vivido en el olvido durante medio siglo y que sólo ahora empieza, tímidamente y con las protestas de todos aquellos que preferirían olvidar, no sólo en las filas de la derecha tradicional, sino también en lo que se considera la izquierda. Yo entrevisté a Slavenka Drakulić en Berlín, una ciudad donde la historia está presente por todas partes, no sólo en los museos, no sólo en lo turístico, sino en las heridas que se muestran de forma más sutil. Cuando le conté a ella cómo en Barcelona se enterraba la historia, cómo se construyó el edificio del Fòrum en el lugar donde se fusiló a tantos defensores de la República, cómo la ciudad se ha convertido en “la millor botiga del món” ocultando las marcas de su pasado revolucionario, trágico, anarquista, etc., Slavenka me propuso: “Cuando presente mi libro, me gustaría hacerlo en uno de esos lugares simbólicos ahora invisibles.” Y no ha podido ser, pero la idea está ahí. Para recordar que no existe cultura ni identidad sin una historia rigurosa, y que sólo mediante la revisión seria de los hechos, la historia individual y colectiva, y el deseo de saber y comprender pueden superarse las guerras y evitar que todo se repita.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Mi reseña de la biografía de Melville de A. Delbanco en La Vanguardia Culturas

Retrato de un escritor visionario ISABEL NÚÑEZ Seguramente ninguna de las múltiples biografías de Melville tiene la hondura crítica ni la precisión del retrato que ha logrado Andrew Delbanco (Nueva York, 1952). Académico, director de Estudios Americanos de la Universidad de Columbia, Delbanco ha publicado en castellano La muerte de Satán, y es colaborador asiduo de las mejores revistas literarias norteamericanas.
La introducción ya dibuja muy bien a su personaje atormentado, apasionado y melancólico en el Nueva York de 1800 y ofrece datos concluyentes sobre su trayectoria –poeta, dedicado a la prosa sólo doce de sus 72 años de vida, la abandonó para retomarla con una pequeña y última obra maestra, sufrió el fracaso y dificultades financieras asombrosas, comparadas con su éxito póstumo y la inmensa vigencia de su obra: Moby Dick, pero también Bartleby el escribiente, Benito Cereno, Billy Budd…_, relatos de navegación y dificultades económicas paternas. A medida que la sucia Nueva York del 1800 cobra vida con su estruendo y magnitud, con la ciudad de Edith Wharton y Henry James surge el retrato de ese novelista tardío con trazos precisos, sin excluir defectos ni excesos de carácter, errores de aprendizaje, huidas de sí mismo, dificultades conyugales, muerte del hermano y del hijo, y ese rostro de barba descomunal se anima en cada página, y cada gesto de escritura adquiere ecos simbólicos.
Vemos a un escritor que no quiso ser directamente político como lo eran Emerson o Harriet Beecher Stowe en La cabaña del Tío Tom, impregnándose de la política sin querer, de una forma shakespeariana, humanista, observando en lo individual los rasgos de la esclavitud, del racismo, el delirio del poder, la paranoia fanática y la sociedad enferma, alma de sus libros, reactualizados con cada época.
Vemos su aislamiento (una parte de Ahab es sin duda él mismo), pero también la amistad con Hawthorne, la mutua admiración—rivalidad, fecunda para ambos, la afinidad, sus conversaciones y la afectuosa observación de detalles, como el desaliño de la ropa interior de Melville, que Hawthorne atribuye a su vida de navegante. Y llega un momento en que todas las influencias –Hamlet, Yago y Lear de Shakespeare, Frankenstein de Mary Shelley, La Eneida, Milton…—, unidas a sus visiones de América y su experiencia vital, confluyen prodigiosamente en esa novela que creía acabada y que transforma en una masa químicamente nueva, y su Ahab, prefiguración de Hitler contra los judíos o de Bush contra Osama o Sadam, deviene la esencia del fanatismo totalitario, y el Pequod es la loca nave de Norteamérica y los 30 tripulantes son los 30 Estados de la Unión en 1850, y cada metáfora y la propia fonética multiplican el poder de su historia.
Delbanco no sólo es un investigador riguroso y un crítico brillante, sino que su erudita pasión literaria se une a su insight freudiano para comprender a Melville y seguir sus ecos en la política, el cine y la literatura de hoy. Al cerrar el libro, no sólo vuelvo a mi adorado Moby Dick, como cuenta Muñoz Molina en su prólogo, sino que corro a descubrir Billy Budd. No se lo pierdan.
Andrew Delbanco
Melville
Seix Barral
Traducción de Juan Bonilla

lunes, 4 de febrero de 2008

Inéditos pero no olvidados: Tsvietáieva-Goncharova

Ilustración: Natalia Goncharova
Ensayo El genio ruso ISABEL NÚÑEZ
(Escribí esta reseña en marzo de 2006 para La Vanguardia y nunca llegó a publicarse. La publicidad, los compromisos, la aceleración de los acontecimientos hacen que algunas reseñas nunca vean la luz, porque al cabo de poco, los libros dejan de ser "novedades". Algunas de estas piezas se incluyen en un libro que saldrá pronto). Marina Tsvietáieva Natalia Goncharova. Retrato de una pintora MINÚSCULA Traducción de Selma Ancira 160 PÁGINAS 14 EUROS Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Elábuga, 1941) es una de las voces poéticas más intensas, sorprendentes e inclasificables de la literatura del siglo XX. La frustración que supone no poder leer su obra en ruso queda en parte mitigada por el trabajo de una traductora sensible y concienzuda como Selma Ancira.
Anna Maria Moix dice en el epílogo de Un espíritu prisionero (Galaxia Gutenberg, 1999) que, contra la opinión de la pragmática Berberova, Tsvietáieva se equivocó quizás en todo, excepto en su escritura. Se equivocó intentando ser una madre y esposa abnegada, pero acertó en la construcción de un mundo literario, en la apropiación innovadora del legado poético de Pushkin y la calidad rara y única que dejó en sus escritos. Y realmente asombra la luz, el humor finísimo, la vitalidad ligera de su obra contrapuesta al horror de su biografía, como si esta mujer hubiera logrado rescatar toda su iluminación en su escritura, agotando los recursos para luchar contra la oscuridad de su vida.
Tal vez las confesiones de la autora reunidas en Vivre dans le feu (Robert Laffont), presentadas por Todorov, ofrezcan claves sobre su enigmático destino. Porque los hechos de la historia que mediaron su biografía tras el estallido de la revolución –su duro exilio, su distancia ideológica y la franca hostilidad de la comunidad de rusos blancos, la detención de su marido como doble espía, el difícil retorno a la Unión Soviética, una hija muerta de hambre, otra enviada al Gulag, un hijo que no le perdonó nada, y la miseria y el abandono que precipitaron su suicidio— no ocultan la inadaptación interna, la dificultad de Tsvietáieva para vivir.
En ese otro libro delicioso, de relatos supuestamente autobiográficos que es El diablo (Anagrama, 1991), se nos advierte con buen tino que Tsvietáieva siempre es autobiográfica en su obra de creación, pero fantasea y fabula cuando se trata de abordar su autobiografía.
Natalia Goncharova. Retrato de una pintora entra en ese género que cultivó Marina Tsvietáieva y que se ha llamado “ensayo autobiográfico”. La poeta rusa traza un retrato de la artista de vanguardia Natalia Goncharova, pero lo hace libremente. La sigue a través de un territorio común, una casa, una niñez, y de su antepasada del mismo nombre, la “beldad” Natalia Goncharova, que un siglo antes se casó con Pushkin y por cuyos devaneos imaginarios o reales el poeta retó a su rival y murió en el duelo. Para Tsvietáieva, esa “otra” Goncharova, diosa melancólica y vacía que no escuchaba los poemas de Pushkin, lo opuesto a la pintora, comparte con ella “el genio ruso”.
Antes de entrar en la pintura de Goncharova, antes de llevarnos a los ballets rusos de Diághilev que ella escenografió, de comentar su influencia sobre Picasso o su relación con Larionov, la pasión cromática y su capacidad de mostrar colores que no están (como en La española del abanico aquí reproducida), su visión de España y de las mujeres con “forma de catedrales”, su orientalismo, que deja una estela rusa sobre los artistas europeos, su rápida evolución, sus naturalezas muertas que respiran, pues son Stillleben, vida silenciosa, o sus cuadros incendiados... Antes de abordar la obra en sí, Tsvietáieva ya ha desvelado sus mitos y se ha mostrado ella misma, con su gracia sutil, sus insólitos versos de los 16 años, su pasión pushkiniana o su ingenio para burlarse de un biógrafo de Goncharova.
En definitiva, éste es un libro maravilloso, y nos llega en la cuidada y primorosa edición de Minúscula, simultánea a la muestra madrileña de las vanguardias rusas (Museo Thyssenbornemisza) que incluye cuadros de Goncharova. El libro no es sólo una vía para (re)descubrir a Goncharova con los ojos de Marina Tsvietáieva, sino también de abrir el mundo de la poeta rusa a los lectores que aún la desconozcan, y para sus admiradores, una ocasión más de gozar de su talento.

viernes, 25 de enero de 2008

Mesa redonda en el Ateneu


Ilustración: Página de Rimbaud del magnífico portafolio sobre la historia del psicoanálisis en Francia, de Yann Diener y Elisabeth Roudinesco

Copio aquí mi speech de ayer en la mesa redonda sobre Psicoanálisis y escritura que compartí en el Ateneu con los escritores Dante Bertini e Imma Monsó y el psicoanalista y psiquiatra Manuel Baldiz, que oficiaba de moderador. No leí la cita de Emily Dickinson, pero la tuve ahí delante, y en la mente.


This is my letter to the World
That never wrote to Me...

Emily Dickinson

Psicoanálisis y escritura

Los que me conocen o me leen, por lo obsesiva y quejumbrosa que soy, saben que yo viví la infancia como una especie de infierno. Pero de mi supervivencia en ese infierno, de la memoria tenaz o de su indigesto proceso posterior surgió, lenta y a trompicones, mi escritura. Hasta que no aprendí a leer, para mí, la felicidad estuvo sólo en el paisaje. Desde muy pronto recuerdo la sorpresa al constatar que aún en aquella sucesión de pequeños horrores cotidianos, a mi alrededor todo era belleza, y lo que más me asombraba era poder percibirla en medio del dolor. Yo sentía que había algo en aquel espectáculo que me apoyaba o que, como diría hoy en un discurso new age, el universo estaba de mi parte. Y me mandaba signos. Siempre pensé, puesto que nadie más parecía escucharlos, que los pájaros cantaban para mí, por decirlo así.
Dice Thomas Mann que el infierno es un lugar donde no hay reglas. La misma persona que me torturaba, mi tía Rottenmeyer, por su vocación de maestra frustrada o de sargento de instrucción, me dio la llave de salida del infierno: me enseñó a leer. Yo vi enseguida que en aquellas letras que sonaban y formaban palabras había también algo especial, algo para mí. Ella debió de detectar mi pasión de aprender puesto que a diferencia de lo que ocurría en la comida, con la higiene, las relaciones o las noches, que eran siempre escenarios o pretextos para castigarme, en ese aprendizaje nunca me pegó ni me encerró. Incluso me dijo: Cuando aprendas a leer, te regalaré un libro. Y cumplió su palabra. Aún lo tengo, lo encontré y reconocí enseguida, por su portada vagamente verdosa. Almendrita y otros cuentos, de Andersen. Con ese libro, aparentemente pequeño y simple, cambió mi vida. Descubrí que había otro mundo, un mundo mucho más afín, donde mi ética precoz, construida en la conciencia exacerbada de la injusticia y en la rabia, coincidía con aquella ética implacable, donde había madrastras y hermanastros, donde el tercer hermano era el que vencía al dragón y conquistaba a la princesa, donde los malvados que lo humillaban sufrían castigos terribles, donde el pato feo se convertía en cisne, donde Cenicienta, también visitada por los pájaros y apoyada por lagartos y ratones, iba a vivir al palacio de cristal.
En How To Be Alone, Jonathan Franzen citaba el estudio de Shirley Brice Heath, su tesis sobre aquellos que de pequeños se sienten aislados o al margen y empiezan a leer para no estar solos. Leyendo, yo también dejaba de estar sola. Y empecé a escribir muy pronto, muy pequeña, diarios de castigos y venganzas, gérmenes de cuentos, porque yo quería vivir en los libros, quedarme en aquel otro mundo.
Decía Jean Rhys que empezó a escribir para mitigar el dolor, por “el deseo de liberarme de aquella horrible tristeza que me abrumaba. Cuando era niña, (dice), descubrí que si lograba poner el dolor en palabras desaparecía. Deja una especie de melancolía y luego se va. Creo que Somerset Maugham dijo que si escribes una cosa… ya no te preocupa tanto. Supongo que es como un católico que se confiesa o como el psicoanálisis.”
Y sin embargo, su escritura no es simplemente terapéutica y espero que la mía tampoco. Hay un placer en la escritura. Yo escribo para satisfacer un deseo, pero a veces diría que no es un deseo de objeto, escribir-algo, sino un deseo de escritura per se, o como dice Barthes citando a Freud, una tendencia.
Ese deseo, dice Barthes, es pothos, deseo agudo de lo ausente, deseo de lo que falta… la falta de la vida está en la escritura. Y ahí está volupia, lo que Flaubert describe como cher tourment, querido tormento. O Kafka, que escribe como único objetivo en la vida, en conflicto con la vida… y al mismo tiempo, habla de la terrible pereza y el miedo a escribir, “de entregarme a esa ocupación terrible mientras que todo mi sufrimiento consiste en este momento en verme privado de ella”.
Es también la literatosis de Lobo Antunes que citaba Vila-Matas: vivir para escribir: En cuanto empiezo a sufrir, pienso ¿y esto, podré utilizarlo para escribir? ¿Me servirá para un cuento? «Se puede hablar de una enfermedad de la escritura», dice Marguerite Duras.
Y coincidiendo con el deseo atormentado de Kafka, dice Truman Capote en el prólogo de su Música para camaleones (cito de memoria) “Dios le da a uno un don y con el don le da también un látigo. Para autofustigarse.”
Antes que el placer y el juego, yo también sentí la escritura como un deber. Adolescente, pensaba que mi percepción de las cosas era distinta, no por original ni innovadora, sino por intensa, dolorosa y feliz al mismo tiempo. Pensaba que incluso la belleza me dolía y aunque el agradecimiento siempre me pareció una fuente de felicidad, también implicaba la obligación de devolver (a los dioses griegos) el don que se me había concedido, un poco como la parábola de los talentos, pero no por moral calvinista, sino para que nada de lo vivido fuese en vano, por si a alguien pudiera servirle, como a mí me había servido la escritura de otros.
Dice Katherine Ann Porter: Todos mis sentidos eran agudos, las cosas me llegaban a través de los ojos y a través de todos mis poros. Todo me golpeaba a la vez…”
En cambio, yo sólo percibo una pequeña parte de las cosas. No puedo decir si alguien a quien he visto llevaba gafas o bigote, y en cambio puedo casi dibujar un gesto de su mano o imitar su tono. Ahora creo que esa percepción absurdamente distorsionada puede permitirme el sesgo, la oblicuidad necesaria para escribir. Con el análisis y la vejez, la pasión por comprender lo incomprensible compite con la percepción sensorial.
Dice Faulkner que el artista es una criatura movida por los demonios. “Tiene un sueño y le angustia tanto que necesita librarse de él…” Y como ninguna de sus obras alcanza sus estándares literarios, elige la que más le dolió (The Sound and the Fury).
Yo escribo a ciegas. Al principio discutía con mi amigo escritor serbio, más cerebral, que planifica todo… Como García Márquez. Adolescente, fui a casa del escritor colombiano con una amiga común, que le regaba las plantas cuando él viajaba. Y pude colarme en su estudio. Estaba escribiendo El otoño del patriarca, en una carpeta con cuadros sinópticos generales y para cada capítulo, con personajes y actos. Aquello me desalentó…
Mi amigo me decía: No puedes escribir sin saber… Y probé a escribir una novela como él, como García Márquez, como Iris Murdoch, decidiendo conscientemente, con cuadros sinópticos y planes prefijados, y descubrí que no me salía una sola palabra. Me aburría soberanamente saber todo aquello de antemano. Descubrí que no planifico porque me interesa lo desconocido, lo inconsciente, lo que no sé. Como los sueños, esa escritura es mi materia de análisis. “Vosotros escritores tenéis la suerte de que no necesitáis los sueños para conectar con el inconsciente”, me dijo una vez mi analista. “La escritura es lo desconocido”, dice Marguerite Duras. “Antes de escribir no se sabe nada de lo que se va a escribir. Y… si supiéramos algo… antes de escribirlo, nunca escribiríamos. No valdría la pena…”
Naturalmente, eso significa estar a merced del inconsciente, del bloqueo, de lo desconocido, andar como un funambulista por la cuerda, pero también tiene esa emoción de desvelar, descubrir. Para reforzarme, sin darme cuenta, fui recolectando autores que escribían como yo, a ciegas.
Dijo Katherine Ann Porter: “Cuando alguien me preguntó por qué había escrito Flowering Judas en presente histórico, contesté: ‘¿Eso hice? No me había dado cuenta’. Nunca planeé escribirla de ninguna manera. Una historia se forma en mi cabeza y va avanzando… Pero yo nunca pienso en la forma… No creo en el estilo. El estilo eres tú… Podría cultivar un estilo, pero sería como una máscara.”
Yo empecé a analizarme porque no podía escribir. “Escribir aquí”, me decía mi analista. Así fui descubriendo lo que se me atragantaba, quiénes eran los fantasmas con los que temía quedarme a solas, todo lo que pedía ser atendido. Con el análisis no me he curado del todo de mis bloqueos, no siempre puedo dejar jugar libremente a la niña amoral y despiadada que me habita y con la que debo conectar para escribir, tal vez los necesito para mi cocina interna, pero el análisis me ha permitido dar vueltas en torno a la escritura, escribir a veces, escribir ailleurs, en otra parte. Como Zizek que, frente al bloqueo, no escribe libros, sólo toma notas y de pronto, en cierto momento, descubre que el libro está ya escrito, como si lo hubiera escrito otro. “Has pasado del bloqueo al blogueo”, me dijo alguien una vez. Y es que a mí, la escritura refoulée se me escapa por otros lugares. Me siento libre escribiendo en el blog, tanto que no pararía, pero también he rescatado a veces mensajes de correo electrónico que eran gérmenes de un cuento, incluso con el título.
Y al acabar un cuento, está esa indecisión que también nombra Barthes, ese extravío del que no sabe, la ausencia de criterio. Dice Kafka, releyendo su diario: “no veo que lo que he escrito hasta aquí sea particularmente valioso, ni tampoco que merezca claramente ser destruido”. Barthes concluye que la literatura NO es científica. A veces, yo ni siquiera sé de qué trata un cuento hasta mucho después, hasta que no empiezo a discutirlo con alguien. Es como si continuara en ese estado de escucha interna, esa especie de duermevela con la que a veces, sobre todo cuando voy andando, por la calle o por la casa, empiezo a pronunciar mentalmente las frases de un texto. Temiendo que nadie me interrumpa… temiendo la visita del hombre de Porlock.
Supongo que conocen la historia. Coleridge estaba escribiendo Kublai Khan, su poema inacabado, no sabía cómo terminarlo y decidió echarse la siesta. Según cuenta, en sueños o al despertar se le apareció muy claro el final del poema. Pero en ese momento llamaron a la puerta. Era un hombre de Porlock, el pueblo de al lado, que distrajo a Coleridge y le hizo olvidar el final del poema. Ese hombre de Porlock se convirtió en una figura literaria que representa las excusas de los escritores ante el bloqueo.
Yo di a leer el último cuento que he escrito a mi amigo escritor serbio. Él tiene habilidad para analizar un texto de ficción, sobre todo en la estructura, la dramaturgia, los contrapesos, etc. Mi ceguera, mi escritura inconsciente hace que yo no sepa lo que quería escribir hasta que empiezo a discutir, casi a pelearme con él. Esta vez me dijo: “No, no encaja, deberías separar al personaje del padre, ponerlo en otro cuento”. Lo releí y comprendí por qué no podía hacerle caso. Gracias a esa discusión se me reveló la estructura interna de mi cuento, comprendí que era un cuento sobre la paternidad y que el padre del protagonista, completamente surreal, era clave para entender la forma extraña de abordar la paternidad de ese protagonista, tan razonada que resultaba delirante. Me di cuenta del peso de cada uno y lo reforcé cambiando algo de lugar, y todo encajó misteriosamente y yo sentí una liberación por no hacer caso de mi amigo. De pronto, ya no estaba perdida…
Otra forma de descubrir las claves de mi escritura se la debo a mi amiga americana, empeñada en leer mis escritos y con la cual hacemos un extraño trabajo de traducción, empezando con una versión inglesa rudimentaria y discutiendo cada fase de sus correcciones. Así, yo descubro que cada palabra escrita tiene su razón de ser, incluso fonética, que la mirada tiene que ser oblicua en un momento, y en otro aludir a algo que no se explica.
Yo hago autoficción, es decir que construyo a partir de material biográfico. Me interesa construir observando la microvida, convirtiendo en cuentos algunos fragmentos de lo que veo en otros, interiorizo o sufro directamente. Tomar elementos propios y ajenos y reordenarlos como un puzzle que permitiera variaciones, como aquel viejo John Gielgud de la película Providence que en la cama y bebiendo whisky imaginaba escenas con su hija, su yerno y otro personaje y se divertía cambiando palabras y gestos de todos...
Tal vez la autoficción, en los cuentos y en el blog, signifique un grado mayor de exposición, también porque algunos lo toman al pie de la letra o creen que están entrando a una pantalla de Gran Hermano, sin advertir que hay una construcción, una selección, que los yos son siempre personajes. Hay lectores de mis cuentos que conocían las situaciones biográficas en que se basaban algunas historias pero corregían sus recuerdos con la idea de que la verdad debía de estar en mis cuentos. A veces me pregunto si la autoficción es sólo una forma de continuar el proceso de mi análisis, siempre fascinada por la palabra y utilizando ese material inconsciente para mirar mejor mi interior.
En mi análisis yo aprendí a vivir con mis cicatrices, con mis limitaciones y mis puntos dolorosos, pero también descubrí que gracias a esas cicatrices, limitaciones y puntos dolorosos podía vivir autrement, es decir, que ese conocimiento me ofrecía una posibilidad de vida más libre, situándome en mi extrañamiento, siempre con esa fruición apasionada de intentar comprender. Creo que mi escritura refleja eso, un canal que modifica mi vida. Mi escritura es el intento de comprender, es el puro ejercicio de mostrar para mostrarme, de exponer y de exponerme para poderme pensar.

miércoles, 9 de enero de 2008

Mi reseña de Vollmann en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I. N., Churchill helado en una plaza de Luxemburgo, diciembre 2007
W.T. Vollmann, Europa Central (Mondadori)
La novela desmesurada de un siglo convulso
ISABEL NÚÑEZ

William T Vollmann (Los Angeles, 1959) es una especie de gigante de la literatura, casi desconocido en España. Novelista, cuentista, periodista, ensayista, ha viajado y escrito sobre Afganistán (An Afghanistan Picture Show, 1987), Somalia e Iraq, ha dedicado 4.000 páginas a un estudio sobre la ética de la violencia, Rising Up and Rising Down (2004), y en el 2005 obtuvo el prestigioso National Book Award por Europa Central. Él mismo ha declarado que la muerte de un hermano, ahogado por descuido suyo en su niñez, es en cierta manera motor de su exploración. Sin duda sus ancestros alemanes pesan también en este intento de captar el horror del siglo XX europeo.

Una treintena de relatos componen esta ambiciosa novela, centrada en la relación entre Alemania y la Unión Soviética, de 1917 a 1945, y en la percepción que cada uno tuvo de su enemigo, reflejada en ese teléfono pulpo que estira sus tentáculos comunicantes por Europa.

Un espía soviético observando a la poeta Anna Ajmátova, acosada por el régimen de Stalin, memorizando poemas que no puede escribir, sometiéndose por su hijo encarcelado, entregándose a sus amantes. Un alto oficial de las SS empeñado en avisar al mundo del genocidio judío, contabilizando el terror para un hipotético testimonio que le librase éticamente de la culpa de estar allí. El compositor Shostakóvich, siempre aterrado y vigilado por las autoridades soviéticas, entre su amor por la hermosa traductora Elena y su deber familiar, componiendo su Opus 110, una partitura que, como la novela de Vollmann, recogería cada grito de horror, agitación, deseo y fragmento de violencia del siglo, una mirada alucinada sobre la inmensa red de microelementos humanos.

La joven idealista que dispara a Lenin y la amante de Lenin que la visita en la cárcel. El general ruso que se pasa al bando alemán. La escultora y dibujante Käthe Kollwitz (convertida en hombre en el dorso del libro, por un gazapo editorial), tan empática y bien construida que vemos moverse sus dibujos, un personaje tan atractivo como el convincente Shostakóvich.

Una magnitud onírica que conecta con el Pynchon de El arco iris de gravedad, pero aquí sin nervio central, sin la columna que vertebre todo irradiándolo (la paranoia pynchoniana), sino que todos los microuniversos se agitan simultáneamente en un tejido carnal, vivo, de relatos que articulan la locura de la Historia, la arbitrariedad y la orgía de violencia. La entrecortada escritura, de difícil traducción, no brilla como la de Pynchon.

Vollmann homenajea a su manera Una tumba para Boris Davidóvich, la magnífica novela de Danilo Kiš, compuesta por relatos de personajes acosados por el régimen soviético, que le valió el ataque feroz de la intelectualidad serbia. Reconozco que la épica estratégica y bélica, tan documentada y viril, y el exceso de páginas de Vollmann me producen cierto hastío. Pero brillan las ideas, atrae la búsqueda de comprensión, la forma en que cada personaje se debate éticamente frente al poder y el terror, resiste o se doblega o contagia de la locura dominante, y en ese retablo gigante de un Hyeronimus Bosch contemporáneo sólo queda la esperanza del arte y el intento de construir la propia verdad, como escribió Ludvik Vakulic en la Primavera de Praga: “La verdad no está en el triunfo. La verdad es lo que queda cuando todo lo demás se ha destruido”.