miércoles, 20 de febrero de 2008

Mi texto de presentación en el IDEC

Foto: Portada de un libro anterior de Drakulić
Slavenka Drakulić, No matarían ni una mosca. Global Rhytm Press
Conocí a Slavenka Drakulić en octubre de 2006, en Berlín, donde ella pasaba un año disfrutando de una beca de la ciudad para escribir un libro. Me citó en el café de la Literaturhaus y allí la entrevisté para el libro balcánico que yo estaba escribiendo. Lo que más me sorprendió, comparativamente con otros autores de la antigua Yugoslavia, fue su ánimo y su vitalidad. Yo sabía, como algunos de ustedes sabrán, que junto con Dubravka Ugresić y otras tres escritoras e intelectuales feministas croatas, Slavenka fue perseguida y estigmatizada en el grupo al que llamaron “las brujas de Río”, por una cumbre feminista celebrada en esa ciudad, donde sólo alguna de ellas participó y donde se denunciaban las violaciones de mujeres bosnias; la prensa del establishment nacionalista las acusó, mintió sobre ellas y facilitó sus datos personales, sus direcciones y teléfonos para que todo el mundo pudiera perseguirlas. Su casa fue vandalizada. El miedo hizo que sus colegas no las apoyaran y tuvieran que abandonar el país.
Pensé entonces, al conocerla, que su particular situación, ni dentro ni fuera del país, es decir, sin exiliarse pero sin soportar la asfixia dentro, siempre viajera, corresponsal (ella dice que no se considera disidente puesto que en su país hay democracia), entre Viena, Berlín, Istria y Zagreb, la ayudaba. Pero cuando le transmití a Slavenka mi impresión, me dijo: “No me interesa tanto pensar en mí misma como intentar entender lo que ocurre a mi alrededor.” Y en efecto, sus libros así lo demuestran. En ese sentido ella sigue aquella máxima de Spinoza que yo siempre cito: “No sufrir, ni lamentarse, inteligir.”
Periodista, socióloga y licenciada en Literatura Comparada, Slavenka Drakulić ha colaborado con medios europeos tan prestigiosos como The Nation, La Stampa, Frankfurter Allgemeine Zeitung y otros. Ha publicado diversos libros de ficción y ensayos, traducidos a 15 lenguas. En España tiene tres novelas publicadas, una de ellas, la sobrecogedora Como si yo no existiera se basa en la documentación y testimonios recogidos de las violaciones de mujeres bosnias en los campos (y ha sido elegida en Nueva York entre los “1001 libros que hay que leer antes de morir”. Su última novela, sobre Frida Kahlo, Frida o del dolor, se publicará este año en Viking Penguin como Frida’s Bed. También me interesó la compilación de artículos titulada Balkans Express, Fragments from the Other Side of the War que construyen una crónica excelente, serena y reflexiva de los tiempos de guerra. Todos esos libros son analíticos y brillantes, pero sin duda el que presentamos hoy, No matarían ni una mosca es el más potente, por decirlo así. Se trata de una selección de las crónicas que la autora escribió, para la prensa internacional, de su seguimiento de los juicios a criminales de guerra balcánicos en el Tribunal Penal Internacional de La Haya para crímenes de la antigua Yugoslavia.
Es un libro arendtiano, ya que se basa en la idea de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. La selección es inteligente, puesto que los retratos de los personajes elegidos y sus procesos nos sirven para entender los aspectos más importantes de la llamada Guerra de los Balcanes. En ese sentido, tal vez sea el libro que mejor permite entender esa guerra, pero no sólo eso, nos permite comprender cómo, mediante una poderosa campaña de prensa, se puede inducir a la mayoría de la población a entablar una guerra fraticida contra los que hasta entonces eran sus familiares, amigos, compañeros de trabajo o vecinos. Permite reflexionar sobre el proceso de estigmatización del “Otro”. Permite también preguntarnos, con sinceridad y sin hipocresía, qué haríamos nosotros en una situación similar. Permite comprender que la guerra no la hacen sólo los criminales, los supuestos “monstruos”, sino que requiere la complicidad colectiva. Y que esa complicidad, como mostraba Victor Klemperer, se inicia a menudo en pequeños gestos: como no saludar a un vecino estigmatizado como “el otro”, que justificarán otros gestos posteriores: denunciarle para apoderarse de su puesto de trabajo, aprovechar su detención para robarle un televisor.
Y al mismo tiempo, nos obliga a preguntarnos qué se esconde tras la paz, si no será que la paz es sólo la cobertura de una guerra sorda, si acaso la opresión económica y social en la que vivimos no es a su vez una forma de guerra invisible que lleva a la desesperación y que convierte a algunos en potenciales cómplices en tiempos de guerra.
El libro muestra cómo un ciudadano ejemplar, croata, de esos que ayudan a sus vecinos y que tenía amigos serbios y musulmanes, se convierte durante 17 días en un monstruo que encuentra placer en torturar, matar y violar. ¿Es que la guerra nos convierte en monstruos? ¿O sólo revela al monstruo que nos habita?
O el juicio de Foča, a un grupo de hombres serbobosnios que encerraron y violaron a unas mujeres bosnias durante meses y que “sólo querían divertirse”. Esos acusados no comprenden por qué les condenan, si eso es lo que ellos les hacen a sus mujeres normalmente, si podían haberlas matado y no lo hicieron. Y para rematar su confusión, les juzga una mujer, negra. Es un juicio histórico porque por primera vez se declaró la violación, crimen contra la humanidad.
O la historia del pueblo croata de Gospić, donde mataron a 150 personas (entre serbios y croatas disidentes), saquearon y quemaron sus casas y donde todos callan, porque apartaron la vista o robaron un vídeo de las víctimas. Un único testigo que va a la Haya sufre la hostilidad de todo el pueblo y le acaban matando con una bomba. Todos son cómplices.
O el joven serbio en Bosnia, enrolado en el ejército casi por accidente, que se encuentra en el lugar equivocado –la masacre de Srebrenica—, no reacciona a tiempo, y cuando intenta negarse a disparar, le ofrecen que entregue su arma y se ponga con el pelotón, y por cobardía, acaba matando a 80 hombres desarmados, indefensos, que llegan en autobuses, con los ojos vendados…
O el afinado retrato psicológico de la patológica pareja que gobernó Serbia, desdeñando a las instituciones, Slobodan Milošević y su esposa Mira Marković.
Y ese happy together del final, esa escena en que los criminales de guerra croatas, musulmanes y serbios viven juntos en armonía en la cárcel de Scheveningen. ¿Era el nacionalismo sólo un pretexto? ¿Acaso no había ninguna causa para todo aquel horror?
Vemos también cómo avanzan esos juicios, con interrogatorios prolijos, minuciosos, a veces monótonos, hasta que de pronto se dibujan estremecedoramente los hechos que los inspiraron.
Sin duda hay dolor y atrocidades en estas páginas, como cuando vemos a esa testigo, madre de una niña secuestrada a los 12 años, violada y esclavizada, vendida a un soldado y desaparecida para siempre, y la testigo no logra articular palabra en La Haya y sólo le sale un leve gemido casi animal, de animal dolorido. Y no es el único momento. De hecho, mientras lo leía, yo misma me pregunté, como tantas veces escuchando las crónicas de los escritores a los que entrevisté allí, por qué demonios me había puesto yo a investigar en ese tema.
Sin embargo, el estilo de Slavenka Drakulić no nos permite regodearnos en ese dolor, sino que va más allá, con su tono aparentemente ligero, periodístico, pero a la vez audaz y agudo en sus análisis, tanto en lo psicológico como en lo político y social, nos ayuda a seguir la máxima de Spinoza y nos contagia de su pasión investigadora, de su pasión por comprender.
Ella se acerca a sus personajes sin prejuicios, aunque sin vacilar en su ética, los analiza, y el modo fluido en que usa el yo o compara esos supuestos monstruos con sus conocidos o familiares demuestra sus tablas de escritora. Esa habilidad suya es especialmente patente en el capítulo sobre el criminal de guerra Mladić (como saben, aún en libertad), la extraña y sobrecogedora escena familiar, justo antes de que la hija del general Mladić se suicide pegándose un tiro con la pistola de su padre, probablemente al enterarse de sus fechorías, cómo Slavenka Drakulić sitúa al personaje comparándolo con su propio padre militar, otra vez sin mitificar ni demonizar, simplemente investigando, como Hannah Arendt hizo con Eichmann. Y por otra parte, el retrato de su padre le sirve a Slavenka Drakulić para mostrar, no sin crítica, esa otra antigua Yugoslavia que ahora quieren enterrar, de una generación orgullosa de aquel comunismo más soft, de ese legado de la izquierda que lleva a muchos a no renunciar a las conquistas sociales y aspirar a una democracia estilo nórdico.
También nos muestra cómo la propaganda que se hizo para instigar la guerra utilizó las heridas silenciadas de la II Guerra Mundial, que en la antigua Yugoslavia había sido encarnizada como una guerra civil, y que la historia idealizada, mítica y poco crítica que se enseñó en las escuelas en época de Tito no ayudó a resolver.
Es un libro valiente, para lectores valientes. No por la dureza, sino por el valor de enfrentarse a la realidad y analizarla, el valor de pensar libremente, con todas sus consecuencias.
Quiero decir que su lectura fue especial para mí, para comprender, y me alegra mucho haber contribuido en cierto modo a que se publicase en España, pero al mismo tiempo, creo que hay en el libro una lección importante para nuestro país, que ha vivido en el olvido durante medio siglo y que sólo ahora empieza, tímidamente y con las protestas de todos aquellos que preferirían olvidar, no sólo en las filas de la derecha tradicional, sino también en lo que se considera la izquierda. Yo entrevisté a Slavenka Drakulić en Berlín, una ciudad donde la historia está presente por todas partes, no sólo en los museos, no sólo en lo turístico, sino en las heridas que se muestran de forma más sutil. Cuando le conté a ella cómo en Barcelona se enterraba la historia, cómo se construyó el edificio del Fòrum en el lugar donde se fusiló a tantos defensores de la República, cómo la ciudad se ha convertido en “la millor botiga del món” ocultando las marcas de su pasado revolucionario, trágico, anarquista, etc., Slavenka me propuso: “Cuando presente mi libro, me gustaría hacerlo en uno de esos lugares simbólicos ahora invisibles.” Y no ha podido ser, pero la idea está ahí. Para recordar que no existe cultura ni identidad sin una historia rigurosa, y que sólo mediante la revisión seria de los hechos, la historia individual y colectiva, y el deseo de saber y comprender pueden superarse las guerras y evitar que todo se repita.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Mi reseña de la biografía de Melville de A. Delbanco en La Vanguardia Culturas

Retrato de un escritor visionario ISABEL NÚÑEZ Seguramente ninguna de las múltiples biografías de Melville tiene la hondura crítica ni la precisión del retrato que ha logrado Andrew Delbanco (Nueva York, 1952). Académico, director de Estudios Americanos de la Universidad de Columbia, Delbanco ha publicado en castellano La muerte de Satán, y es colaborador asiduo de las mejores revistas literarias norteamericanas.
La introducción ya dibuja muy bien a su personaje atormentado, apasionado y melancólico en el Nueva York de 1800 y ofrece datos concluyentes sobre su trayectoria –poeta, dedicado a la prosa sólo doce de sus 72 años de vida, la abandonó para retomarla con una pequeña y última obra maestra, sufrió el fracaso y dificultades financieras asombrosas, comparadas con su éxito póstumo y la inmensa vigencia de su obra: Moby Dick, pero también Bartleby el escribiente, Benito Cereno, Billy Budd…_, relatos de navegación y dificultades económicas paternas. A medida que la sucia Nueva York del 1800 cobra vida con su estruendo y magnitud, con la ciudad de Edith Wharton y Henry James surge el retrato de ese novelista tardío con trazos precisos, sin excluir defectos ni excesos de carácter, errores de aprendizaje, huidas de sí mismo, dificultades conyugales, muerte del hermano y del hijo, y ese rostro de barba descomunal se anima en cada página, y cada gesto de escritura adquiere ecos simbólicos.
Vemos a un escritor que no quiso ser directamente político como lo eran Emerson o Harriet Beecher Stowe en La cabaña del Tío Tom, impregnándose de la política sin querer, de una forma shakespeariana, humanista, observando en lo individual los rasgos de la esclavitud, del racismo, el delirio del poder, la paranoia fanática y la sociedad enferma, alma de sus libros, reactualizados con cada época.
Vemos su aislamiento (una parte de Ahab es sin duda él mismo), pero también la amistad con Hawthorne, la mutua admiración—rivalidad, fecunda para ambos, la afinidad, sus conversaciones y la afectuosa observación de detalles, como el desaliño de la ropa interior de Melville, que Hawthorne atribuye a su vida de navegante. Y llega un momento en que todas las influencias –Hamlet, Yago y Lear de Shakespeare, Frankenstein de Mary Shelley, La Eneida, Milton…—, unidas a sus visiones de América y su experiencia vital, confluyen prodigiosamente en esa novela que creía acabada y que transforma en una masa químicamente nueva, y su Ahab, prefiguración de Hitler contra los judíos o de Bush contra Osama o Sadam, deviene la esencia del fanatismo totalitario, y el Pequod es la loca nave de Norteamérica y los 30 tripulantes son los 30 Estados de la Unión en 1850, y cada metáfora y la propia fonética multiplican el poder de su historia.
Delbanco no sólo es un investigador riguroso y un crítico brillante, sino que su erudita pasión literaria se une a su insight freudiano para comprender a Melville y seguir sus ecos en la política, el cine y la literatura de hoy. Al cerrar el libro, no sólo vuelvo a mi adorado Moby Dick, como cuenta Muñoz Molina en su prólogo, sino que corro a descubrir Billy Budd. No se lo pierdan.
Andrew Delbanco
Melville
Seix Barral
Traducción de Juan Bonilla

lunes, 4 de febrero de 2008

Inéditos pero no olvidados: Tsvietáieva-Goncharova

Ilustración: Natalia Goncharova
Ensayo El genio ruso ISABEL NÚÑEZ
(Escribí esta reseña en marzo de 2006 para La Vanguardia y nunca llegó a publicarse. La publicidad, los compromisos, la aceleración de los acontecimientos hacen que algunas reseñas nunca vean la luz, porque al cabo de poco, los libros dejan de ser "novedades". Algunas de estas piezas se incluyen en un libro que saldrá pronto). Marina Tsvietáieva Natalia Goncharova. Retrato de una pintora MINÚSCULA Traducción de Selma Ancira 160 PÁGINAS 14 EUROS Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Elábuga, 1941) es una de las voces poéticas más intensas, sorprendentes e inclasificables de la literatura del siglo XX. La frustración que supone no poder leer su obra en ruso queda en parte mitigada por el trabajo de una traductora sensible y concienzuda como Selma Ancira.
Anna Maria Moix dice en el epílogo de Un espíritu prisionero (Galaxia Gutenberg, 1999) que, contra la opinión de la pragmática Berberova, Tsvietáieva se equivocó quizás en todo, excepto en su escritura. Se equivocó intentando ser una madre y esposa abnegada, pero acertó en la construcción de un mundo literario, en la apropiación innovadora del legado poético de Pushkin y la calidad rara y única que dejó en sus escritos. Y realmente asombra la luz, el humor finísimo, la vitalidad ligera de su obra contrapuesta al horror de su biografía, como si esta mujer hubiera logrado rescatar toda su iluminación en su escritura, agotando los recursos para luchar contra la oscuridad de su vida.
Tal vez las confesiones de la autora reunidas en Vivre dans le feu (Robert Laffont), presentadas por Todorov, ofrezcan claves sobre su enigmático destino. Porque los hechos de la historia que mediaron su biografía tras el estallido de la revolución –su duro exilio, su distancia ideológica y la franca hostilidad de la comunidad de rusos blancos, la detención de su marido como doble espía, el difícil retorno a la Unión Soviética, una hija muerta de hambre, otra enviada al Gulag, un hijo que no le perdonó nada, y la miseria y el abandono que precipitaron su suicidio— no ocultan la inadaptación interna, la dificultad de Tsvietáieva para vivir.
En ese otro libro delicioso, de relatos supuestamente autobiográficos que es El diablo (Anagrama, 1991), se nos advierte con buen tino que Tsvietáieva siempre es autobiográfica en su obra de creación, pero fantasea y fabula cuando se trata de abordar su autobiografía.
Natalia Goncharova. Retrato de una pintora entra en ese género que cultivó Marina Tsvietáieva y que se ha llamado “ensayo autobiográfico”. La poeta rusa traza un retrato de la artista de vanguardia Natalia Goncharova, pero lo hace libremente. La sigue a través de un territorio común, una casa, una niñez, y de su antepasada del mismo nombre, la “beldad” Natalia Goncharova, que un siglo antes se casó con Pushkin y por cuyos devaneos imaginarios o reales el poeta retó a su rival y murió en el duelo. Para Tsvietáieva, esa “otra” Goncharova, diosa melancólica y vacía que no escuchaba los poemas de Pushkin, lo opuesto a la pintora, comparte con ella “el genio ruso”.
Antes de entrar en la pintura de Goncharova, antes de llevarnos a los ballets rusos de Diághilev que ella escenografió, de comentar su influencia sobre Picasso o su relación con Larionov, la pasión cromática y su capacidad de mostrar colores que no están (como en La española del abanico aquí reproducida), su visión de España y de las mujeres con “forma de catedrales”, su orientalismo, que deja una estela rusa sobre los artistas europeos, su rápida evolución, sus naturalezas muertas que respiran, pues son Stillleben, vida silenciosa, o sus cuadros incendiados... Antes de abordar la obra en sí, Tsvietáieva ya ha desvelado sus mitos y se ha mostrado ella misma, con su gracia sutil, sus insólitos versos de los 16 años, su pasión pushkiniana o su ingenio para burlarse de un biógrafo de Goncharova.
En definitiva, éste es un libro maravilloso, y nos llega en la cuidada y primorosa edición de Minúscula, simultánea a la muestra madrileña de las vanguardias rusas (Museo Thyssenbornemisza) que incluye cuadros de Goncharova. El libro no es sólo una vía para (re)descubrir a Goncharova con los ojos de Marina Tsvietáieva, sino también de abrir el mundo de la poeta rusa a los lectores que aún la desconozcan, y para sus admiradores, una ocasión más de gozar de su talento.