miércoles, 29 de diciembre de 2010

Mi reseña de Edith Wharton en La Vanguardia Culturas

Foto: I.N. Rufus en la terracita sur, 2010
La Vanguardia Cultura/s
Narrativa Cuentos sutiles ISABEL NÚÑEZ Edith Wharton “Fiebre romana” Navona
Traducción de José Luis Piquero 144 PÁGINAS 8,30 EUROS Edith Wharton (Nueva York, 1862 – Saint Brice, 1937) es bien conocida entre los lectores de este país. Premio Pulitzer por La edad de la inocencia (que Martin Scorsese llevó al cine con dudoso resultado), escribió cuentos maravillosos como los de Vieja Nueva York, o novelas como Ethan Frome, por citar sólo algunas. Amiga y discípula de Henry James, siguió su consejo de dedicarse a lo que dominaba y fue una fina naturalista, con la penetrabilidad psicológica de su maestro, pero centrándose en las dificultades que constreñían a las mujeres en una sociedad conservadora, capaz de asfixiar incluso a las hijas de la alta burguesía, y situó sus retratos hondos y sutiles de las relaciones entre hombres y mujeres en ese contexto social opresivo para ellas. Uno de estos tres cuentos, “Almas atenazadas”, describe a una pareja de amantes de viaje en tren por Italia. Lydia recibe la noticia de su divorcio y se debate con la situación que implica: ahora él tendrá que casarse con ella, y Lydia se resiste a entrar en ese juego, pero tras frecuentar unos días el pequeño núcleo social del hotel donde paran, comprende cómo necesita ser aceptada, cómo agota nadar contra corriente y sentirse amenazado por la presión social, y Wharton nos muestra sus interrogaciones y su viva contradicción, con la mirada perpleja y tal vez secretamente admirada de él, que la ve escapar y también duda si debe dejarla irse... Otro relato, con un título que señala a la danza de la muerte (“Tras Holbein”), muestra a un hombre que no ha querido ver que envejece ni ha renunciado al frenesí social buscando otra vida, y a quien una repentina confusión obliga a cambiar. Y en el tercero, frente al espectáculo esplendoroso del campo de Roma que simboliza su juventud, dos amigas ya viejas que rivalizaron sin decirlo encaran la verdad de lo ocurrido años atrás, que cambió sus vidas sin que una de ellas, la manipuladora, llegase nunca a saberlo. Los tres son cuentos deliciosos, bien editados por Navona, con ese tamaño de libro ideal para llevar a todas partes, a buen precio, y con la garantía de procurarnos unas horas de placer. No se lo pierdan.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Texto de presentación de Geografías e historias de Helena Calsamiglia

Foto: I.N. Cadaqués, 2010
En primer lugar tengo que agradecer a Helena Calsamiglia que me haya invitado aquí a sentarme con dos popes del pensamiento en este país y un veterano del mundo editorial, y supuestamente en representación de una generación más joven, algo que no encaja con mi percepción de las cosas. Soy escritora y traductora y estudié lo que ahora se llama Ciències de l’Educació en la facultad de la Universitat Autònoma que entonces estaba en Sant Cugat, frente al monasterio y donde Helena Calsamiglia fue profesora. Las pocas veces que nos hemos encontrado en estos años, Helena me llamaba “Sant Jordi”, porque se le había quedado grabada la imagen de la primera fiesta democrática de primavera que celebramos en la facultad tras la muerte de Franco, y aún no sé por qué me eligieron a mí para encarnar a Sant Jordi mientras toda la clase componía el caballo y el dragón. Y un día apareció Helena en mi email desde Buenos Aires preguntándome si no tenía una foto de aquella fiesta teatral porque estaba escribiendo sus memorias. Le dije que no, que la había perdido, pero que había escrito un cuento sobre aquello, me pidió que le mandase al menos el fragmento correspondiente y así lo hice. Y por uno de esos azares que el pensamiento mágico llama sincronías, esa noche mi hijo me pidió ayuda para un trabajo de estructuralismo, yo rescaté algunos libros míos de finales de los setenta y apareció la foto. Y el cuento se publicó. Helena reapareció hace poco y casi me obligó, con ese charme de las personas a las que pocas cosas deben de haberles negado en la vida, a participar y acepté: el libro acaba allí donde empieza nuestro encuentro histórico. Lo he leído con interés, buscando la estela de ese padre filósofo y mítico de quien supe por primera vez cuando trabajé en Ariel y Seix Barral, en la época en que Ariel ya apenas se parecía a lo que fue con su inspiración y los más sensibles le añoraban, como en la ficción se añoraba a Barral. En sus Racconti, un Lampedusa emocionado con la relectura de la Vie d’Henry Brulard de Stendhal, dice que a partir de los cincuenta años, escribir las memorias debería ser un deber “impuesto por el Estado”. “Cuando nos encontramos en el declive de la vida [para él, los cincuenta son el declive], es imperativo intentar recoger al máximo las sensaciones que han atravesado nuestro organismo”, dice Lampedusa. Aunque reconoce que sólo unos pocos podrán lograr una obra maestra –cita a Rousseau, a Stendhal y a Proust—, el material acumulado entre unos y otros tendría valor para entender una época, pues todas las memorias “reflejan valores sociales y pintorescos de primer orden”. Él intenta hacer lo mismo, aunque establece una diferencia radical entre Stendhal y él, pues en Henry Brulard queda claro que para Stendhal, la infancia fue una época desdichada, en la que sufrió tiranía y prepotencia. En cambio para Lampedusa, la infancia es un paraíso perdido. Dice: “todos eran buenos conmigo, yo era el rey de la casa. Incluso personajes que luego me resultaron hostiles me procuraban ‘petits soins’.” Es justamente la impresión que he tenido de las memorias de Helena Calsamiglia, incluyendo su descripción entusiasta de su propia topografía emocional, en la que tampoco hay una conciencia sombría o nostálgica de un paisaje perdido, sino que parece que al menos fantasmáticamente se hubiera conservado lo esencial. A mí, con mi idea de la familia como institución maldita, de la ambivalencia asociada a la infancia y con mi tendencia a identificar en gran medida la religión católica con el franquismo, me ha sorprendido esa felicidad familiar y religiosa que parece protegerla durante toda su vida, incluso en un tiempo tan gris de este país, que para otros memorialistas fue terrible: Pienso en Lydia Falcón, que nació diez años antes y muestra una Barcelona desértica, deprimente y dramáticamente misógina, un encierro angustioso para las mujeres, con todo el espíritu ilustrado fugado, encarcelado o muerto, o en Carlos Barral y sus Años de penitencia, o la grisaille machista que contaba Gil de Biedma en su niña Isabel. Ten cuidado. Porque estamos en España. Porque son uno y lo mismo los memos de tus amantes, el bestia de tu marido. O más atrás y más largas en el tiempo, las memorias de Moisès Broggi y su descripción de cómo la ilustración republicana se reduce a una mentalidad rancia y marcada por el miedo, por el terror, del que sólo le salvará su bondad antisectaria y sus benefactores de los dos bandos. Todos esos relatos y muchos otros muestran una posguerra realmente oscura, desértica y angustiosa, pero aquí es como si, milagrosamente, ese entorno afectivo y culto de familia catalana integradora, con la música, con la topografía emocional del Empordà, de Barcelona o del lugar maravilloso que fue Sant Cugat antes de convertirse en una megaurbanización sin personalidad, o de la entonces salvaje Menorca, y tal vez sobre todo esa vivencia afectiva religiosa, que logra conciliar incluso dos bandos distintos en sus padres, algo parece proteger a la niña Helena del entorno sombrío en el que vive. Y luego, a lo largo de su trayectoria es como si Helena hubiera vivido todas las transformaciones doucement, sin tanto desgarro. Como si ese núcleo feliz le hubiera servido para neutralizar la pesadilla que era para otros este país. Para ella, por ejemplo, la realidad de que una mujer no podía hacer nada sin permiso escrito de su padre o su marido es sólo una anécdota y no un drama como para Lydia Falcón, que abandonada por su padre y su marido, tiene que falsificar los papeles para estudiar una carrera. Sin embargo Helena, cuando Magda Catalán le propone unirse a un grupo feminista responde que ella no ha sentido esa discriminación. Y es que la autora escribe con la sinceridad de quien no teme ser juzgada y con ese espíritu comprensivo capaz de integrarlo todo. No le importa decir que era inocente, que era conservadora, que de niña soñaba con uno de aquellos misales de nácar, que aprendía casi todo aceleradamente, que sustituía su fe religiosa por otras ideas, que se maravillaba al ver a su alrededor la libertad amorosa de sus nuevas amigas, o ese adelantarse a su tiempo de otras personas de su cambiante entorno. Describe muy bien Helena Calsamiglia la fiebre vitalista que revestía al menos en los últimos años la lucha contra la dictadura, el “contra Franco vivíamos mejor” de Vázquez Montalbán, esa sensación alegre de contribuir al despertar de la sociedad civil que tuvimos todos los que pudimos participar. Porque si es cierto que aún hubo víctimas, palizas, detenciones, ejecuciones, interrogatorios con torturas y cárcel, esos años que llaman tardofranquismo tenían ya cerca la sensación de libertad, se notaba cierto debilitamiento de aquel régimen y el terror no era tan grande como debió de serlo para los que intentaban resistir en los negros cincuenta y primeros sesenta. También se dibuja aquí lo que era ese entorno burgués de familias catalanas, con su aspecto hedonista y cultivado que matiza con cierta mundanidad viajera la mentalidad franquista, y que reúne extrañamente a aquellos que habían apoyado a los insurgentes con los herederos de un legado catalanista y republicano. Y por este libro desfilan no sólo los apellidos de esa buena sociedad catalana, sino también los que serán intelectuales y políticos influyentes cuando llegue la democracia, todos en el abrigo de esa familia de familias. Me han interesado en particular los capítulos en que aparece el padre, Josep Calsamiglia, del que hablarán seguramente y mejor que yo los que fueron sus alumnos: ese paso de la editorial a la enseñanza en una Universidad que empezaba a abrirse precisamente gracias a esas figuras, ese espíritu estoico y filosófico también apasionado e incluso ese momento en que descubre el cuidado ciceroniano de su jardín en la primera casa campestre familiar son memorables. Y también ese momento en que el trabajo de Helena se concilia difícilmente con las horas de dedicación materna a sus hijos, o cómo ella y su pareja van encontrando unas vías profesionales capaces de expresarles y de reflejar sus intereses e inquietudes. De hecho ahí, ya hacia el final del libro, empiezan a dibujarse los primeros conflictos y desajustes, que se producen en su pareja; el modelo de ama de casa tradicional y madre perfecta que el marido de Helena lleva interiorizado y que choca con la realidad del trabajo de Helena, el marido que siente celos de los hijos y de la vida profesional de su mujer... Todo esto en medio de un torbellino de hechos culturales, políticos y sociales, pues Helena se ha ocupado de documentar con gran precisión el contexto general e histórico que rodea su vida. Y en ese contexto hay hitos de violencia que los que los vivimos recordamos bien, como la ejecución de Puig Antich o la de Txiki, por ejemplo. Y es que Helena habla también aquí de muertes lejanas y cercanas, aunque lo haga deprisa, pero lo hace con inteligencia y humanismo, deteniéndose un momento en ese torbellino vital que atraviesa esta primera mitad de sus memorias. Aquí, los pensamientos pasan veloces entre la gran multitud de hechos que registrar. Y la muerte de Franco, aquella sucesión de partes interminables de su salud agónica y de celebraciones siempre postergadas hasta que al fin se produce y les pesca a ellos en París, en una fiesta improvisada que une a viajeros y exiliados, llenos de interrogación y esperanza y ya con la idea de una transición armoniosa, considerada ejemplar por algunos, pero con su peaje innegable de concesiones, silencio e impunidad para tantos implicados en atrocidades. O algunas anécdotas geniales, como cuando su hijo Guim le pregunta cómo venimos al mundo y al oír su explicación descarnada se echa a llorar de decepción de que sean las mujeres y no los hombres las que desempeñan el papel importante o tienen la clave de la reproducción y ella sonríe al descubrir el reverso de la freudiana envidia del pene. También sorprende, claro está, ese tremendo ejercicio de memoria, que parece capaz de registrarlo todo, las canciones, los colores, los gestos, el paisaje, la pasión futbolística, el retrato agradecido de sus mejores maestros, la descripción entusiasta de lugares característicos de la ciudad como el Tibidabo, que enumera sus libros de entonces y define las películas que descubría, o el ritual para servir el té, hasta tal extremo de detalle que me ha hecho evocar por un momento a Heimito Von Doderer y sus Demonios, sólo que en el caso de Von Doderer había un motivo oscuro para esa lentitud maravillosa en la que describía el vuelo de una mosca y las microepifanías vitales de todos sus personajes, y al leerle, aun gozando de su lentitud asombrosa, era inevitable preguntarse de qué no quería hablar, donde estaban los demonios que faltaban en su gran novela. Así que yo casi me preguntaba qué conflicto estaría bordeando o silenciando Helena Calsamiglia con su ejercicio apasionado de remembranza y el registro minucioso en que vemos cambiar las costumbres morales del país, de la inocencia y la moral cristiana a los efluvios indirectos del 68 francés y la libertad sexual, del silencio social al activismo y la militancia, de la ampliación de las corrientes culturales y pedagógicas, de su participación directa en los primeros grupos y asociaciones como Rosa Sensat y publicaciones que, como Cuadernos de Pedagogía, recogían la tradición de la escuela progresista e ilustrada de la República, del despertar de un país justo antes de la muerte del dictador que lo había destruido. En el caso de Von Doderer era lentitud y microdetalles, en el caso de Helena Calsamiglia es aceleración y torbellino de detalles. Excepto en ese momento casi final y anticlimático, evocador del conductor insomne de ambulancias de Scorsese, que sólo al final logra dormir: ahí vemos que Helena Calsamiglia se detiene y le parece, en la quietud de ese instante, escuchar la vida que pasa, un poco también como en la canción de Vinicius de Moraes en que “oíamos la tierra rodar”. Y entonces he concluido que este borgiano Funes el memorioso, esta memoria prodigiosa, esta voluntad de recordarlo todo tiene más que ver con la frase de un niño francés que siempre vuelve a mí, Balthazar, hijo de una amiga mía escritora que, cuando vinieron a Barcelona y les llevamos a Cadaqués, impresionado por aquella luz, exclamó: Oh maman, il faudra tout dessiner! Y ese ansia de dibujarlo todo, que yo he sentido tantas veces como escritora, tiene que ver sobre todo aquí con una grande y lampedusiana pasión de vivir.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Texto de presentación de "Donde hay nilad"

Foto: I.N., En Cadaqués, 2008 Buenas tardes a todos y gracias por venir a la presentación de la primera novela de Déborah Puig-Pey Stiefel, Donde hay nilad. Como el editor de Menoscuarto está en Guadalajara, México, me toca a mí oficiar de maestra de ceremonias.
Dice Déborah Puig-Pey Stiefel que hasta ahora, en cierta manera, ha estado algo escondida, al menos de la parte más mediática de este mundo editorial y yo creo que esta novela la obligará a la visibilidad. Licenciada en Geografía e Historia, especialidad en Antropología Cultural, había obtenido el premio Miguel Delibes de Narrativa Breve-Aula de Lletres en 1999 por su cuento “Usura”, y en 2005 fue finalista del Max Aub con su relato “Mordechai”. Ésta es su primera novela.
Cuando el editor de Menoscuarto me preguntó si quería presentar esta novela, le dije que sólo lo haría si encontraba algo que me resonara, algo que a mí me interesara y que me permitiera decir algo, más allá de los estándares. Esa primera lectura de Donde hay nilad, en dos días, efectivamente me interesó, encontré afinidades entre su escritura y la mía, obviamente salvando las muchas distancias.
Como sabrán ya los que hayan abierto el libro, Donde hay nilad es el nombre tagalo de Manila, May-nilad, el lugar donde crecen esos arbustos, esas florescencias blancas luminosas con un leve azul alrededor de los pistilos amarillos. Ese lugar, Manila, es aquí paisaje simbólico de la infancia, paisaje de la memoria de algunos de los personajes de la historia, de ese momento en que se originan las cosas. Un paisaje de árboles de mango y niños subiendo a los cocoteros, un paisaje de calor, vendavales y nilad. Un paisaje tropical, volcánico, de clima cálido y húmedo, con tifones y arrecifes de coral, en las islas con mayor diversidad étnica de Asia y uno de los lugares con mayor diversidad biológica de la Tierra. En ese archipiélago del sudeste asiático que heredó el nombre de Felipe II, Filipinas, pocos vestigios quedan de ese legado español, tal vez el catolicismo, unos 20.000 hispano-hablantes, algo de arquitectura colonial del XVII, lo que sobrevivió a la destrucción perpetrada por los americanos en la Segunda Guerra Mundial. Y sin embargo... Dice Déborah Puig-Pey Stiefel que Donde hay nilad es una novela de fantasmas porque alguien cuenta lo que otros le contaron que recordaban... Y ese halo poético fantasmagórico es uno de los cimientos de la novela, algo que justifica su estructura de vaivén en el tiempo. Donde hay Nilad cuenta una historia familiar, podría definirse como la saga de una familia catalano-filipina, los Escuder y los Muir, pero es una saga contada muy a su manera, un poco como ese personaje de la novela que hace detener el taxi en la esquina porque, dice, prefería acercarse oblicuamente. El acercamiento es sesgado, y los sesgos, ya se sabe, son una clave en la literatura: el ángulo desde el cual se mira y se cuenta una historia lo determina todo. Aquí, el tiempo se mueve, pasamos de 1928 a los años noventa, con temporadas distintas y en movimientos que van alante y atrás, pero no en flashbacks, sino en un vaivén que responde a razones secretas y que forma parte de su atmósfera onírica. Una de las cosas que me interesó desde el principio y que yo podía compartir es esa idea de la familia como lugar de delirio, violencia y locura. En este caso hay que añadir las perversiones del deseo, y también la riqueza y la miseria, que se relacionan extrañamente, en una lógica errática que sólo puede explicar una concatenación inconsciente. Debajo de la narración flotaría esa idea del azar de las cosas, de una fatalidad que no se atribuiría a un destino como en los griegos, pero sí tiene algo de la tragedia griega, diría que se trata del azar como esa manera de nombrar un conjunto de circunstancias que llevan perversamente a otras, sin que nada parezca poderlo remediar, un poco como aquella frase de la Balada del Café Triste de Carson McCullers en que la infancia y sus sufrimientos convierten a un niño en asesino. “Pero los corazones de los niños pequeños son órganos delicados. Un cruel inicio en este mundo puede retorcerlos de formas extrañas. El corazón de un niño herido puede encogerse tanto que a partir de entonces se vuelva duro y hollado como un hueso de melocotón. O también, el corazón de un niño dañado puede supurar e hincharse hasta el punto que se convierte en un suplicio llevarlo dentro del cuerpo, irritándose con facilidad y doliéndose con las cosas más ordinarias...” Aquí, la mecánica no es tan absoluta, pero es importante no sólo lo vivido, sino lo visto, oído y presenciado por los niños, y todo eso es lo que les lleva dolorosamente a inclinarse en una u otra dirección y pagar sus consecuencias. Y así se nos dice, intentando trazar el origen de la flaqueza de Mario, que “también fue poseído en su infancia por un adulto... y añade: “¿Es que no es siempre así? De un modo u otro, nuestra intimidad arrastra esa plusvalía que va de mano en mano, la cadena de causalidad que anuda el tiempo de unos y otros, en la que vivir es gastar un saldo anterior.” Las razones del desvarío familiar empiezan a verse ya en la segunda o tercera página, en la violencia sufrida y vista -ese padre de Mario que agarra a los monos, los pone frente al espejo y les apaga cigarrillos en la piel con “espantosas carcajadas”, para que asocien el dolor a su imagen, y el espectáculo que ese padre prepara para los soldados japoneses y que obliga a presenciar a Mario, pero también la melancolía de la madre de Mario, Felicitas, y la penuria, el abandono de tantos otros. Y sin embargo aunque las razones para el desvarío sean múltiples y poderosas, de vez en cuando surge la fantasía genética de la locura familiar, tan universal y arraigada, tan inevitable cuando alguien quisiera distanciarse, librarse del peso de la historia familiar y teme que algo genético, otra vez la fatalidad, le impida alejarse o ser diferente y que todo le acabe arrastrando también en esa tendencia a la locura y la pérdida. Y ahí estaría el punto de vista de Judith, que acabará revelándose como narradora principal, como álter-ego obligado y simbólico de la escritora, salvando las distancias de la ficción, porque es ella quien, tras sufrir en su relación con el cuerpo el peso de tantas historias, intenta componer el puzzle para comprenderse y explicarse. Es inevitable pensar en Jean Rhys y su Ancho mar de los Sargazos, no sólo porque el paisaje de la infancia es colonial y exuberante y la actitud no es etnocéntrica sino que hay una mirada desde allí, sino también por la violencia y por la vulnerabilidad de las mujeres, por la atmósfera alucinatoria que surge a veces, a oleadas, y por esa exigencia formal de una poética al mismo tiempo ensoñada y precisa. Hay una topografía de la memoria, aunque sea una memoria prestada o escuchada, esas casas y paisajes que componen la errática historia familiar, y en ella no sólo está Manila y Barcelona, vivida desde el margen, la penuria, esos pisos que habitan Mario y Esperanza, como palomares o chambre de bonne en barrios buenos o en esa torre silenciosa de las tías gemelas en la Bonanova... Y la Casa Latania, en Santa Cruz de Tenerife, y el West End de Londres, en la nueva vida de Rocío y en el desván ordenado de Leonard, donde Judith busca más vestigios para comprender y la escena parece un sueño... También me interesaron esas niñas y mujeres que se saben miradas; ellas se construyen, se ven con los ojos del otro, la mirada que enferma y la mirada que cura. Déborah y su narradora miran esa belleza de las niñas Rocío y Judith, están en los ojos y el deseo masculinos que les insuflan movimiento. Dice: “A Mario le bastaba con verla cuando se quitaba los zapatos y bailaba sobre el piso, sus ocho años perfectos, la piel rosada cuando salía de la bañera y dejaba caer las toallas con indolencia, ignorando su enorme poder, como lo habría ignorado de niña su prima Rocío, si se lo hubieran permitido.” La autora no lo ignora. Hay algo salvaje en esa conciencia, en que una niña intuya ese poder, en ser mirada y deseada tan pronto, aunque fuese con resignación. Aquí no hay falsa moral, sino ese relativismo casi antropológico –no en vano Déborah Puig-Pey es antropóloga—, aquí hay una mirada que desvela los secretos, que comprende las flaquezas, y esa mirada está llena de una melancólica y sabia humanidad, está llena de vejez aun en su juventud. Rocío habría ignorado si se lo hubieran permitido. Esa niña de los tirabuzones es violada por un soldado americano y su dolor la enloquece. La encuentra el soldado en 1945, el mismo día en que una bomba en el jardín de Manila mata a Felicitas, la madre de Mario, que intentaba protegerlo con su cuerpo, y la niña describe al perpetrador como “una figurita que ataca”, una figurita que durante un tiempo cree ver en todas partes. Y ese acto le quita vida y a la vez le da una belleza “inflexible y empañada”. Y hay un episodio en que, en medio de la noche, la dolorida Rocío descarga su violencia con un cuchillo contra unos gatos en celo, y esa desesperación, esa violencia de la transposición parece contenerla, casi curarla, le permite ponerse a leer y hacerse con una cultura literaria, pero a veces asombra a todos con su sarcasmo y sus interrogaciones y es siempre distinta. Y aunque todos ven que no acaba de encajar en el mundo, convertido en “una partitura que no sabe leer”, por esa percepción aguzada de los psicóticos se explica también que su sagacidad era sorprendente. Y su decisión de casarse con el primer turista, para que se la lleve de allí, y su extraña vida con el pianista de jazz Blakais, y de ahí a Inglaterra, y ese otro arrebato violento de Blakais, llamado Leonard. Nada es aquí lo que parece, ni siquiera en los nombres: Felicitas no vive precisamente en la felicidad, aunque los demás la consideren afortunada, aparece “tan desdichada, tan abstraída, al lado de ese hombre que la desea y la desprecia y siempre en la cuerda floja de una crueldad tolerada, la mesa bien puesta, la ropa bien cosida, la mucama señalada y triste.” Y su fortuna es supuestamente ese marido colonial y violento. Y es que Felicitas, se nos dice, ha excavado un túnel en su interior para huir de la inmediatez que la rodea y se ha hecho inmune a las humillaciones de esa realidad, y ha poblado su mundo de espíritus y sueños. Esperanza resulta insufrible y desesperanzada. Y ese apellido matriarcal de los Muir, esos niños sin apellido paterno, sin padres o con padres violentos o desaparecidos... Y al decidir darles su apellido, Mami dictamina que todos los hombres de la familia “pasados, presentes y futuros, eran ya material exclusivamente genético, cromosomas inevitables, semilla perentoria, el esperma nómada de los hombres Muir”. Era inevitable pensar en El fantasma y la señora Muir, no sé si sería un secreto juego paródico, ya que en esa película que fascinó a Javier Marías todo era inocente, casi pacato y nada, ningún deseo se realizaba más que en la imaginación. Y en cambio aquí hay una significativa terrestridad, el deseo físico envuelve las historias y una violenta sensualidad flota melancólica por las páginas. Es una novela misteriosa porque es poética, en el sentido de la importancia que da a lo que no se dice, en que está llena de silencios y la clave de su escritura está en el ritmo y en ese decir sin decir. Está también presente ese misterio de las canciones vistas desde la infancia o la adolescencia, el enigma de las letras y el poder de la música, esa forma de asociarse a nuestros momentos vitales que las arraiga en la memoria como si alguien las hubiera compuesto pensando en nosotros. Es otro elemento que evoca a Jean Rhys, a aquella canción de la cárcel de Holloway en el cuento “Let Them Call It Jazz” o la canción recordada de su abuela que, al cantarla en su casa, provoca la denuncia de sus vecinos y la lleva a la cárcel. Un ejemplo aquí es ese Stormy Weather que envuelve la declaración de Judith, su gesto de asumir las riendas de la narración. Y otro podría ser la letra de esa canción del orgullo filipino de Manila que recuerda Mario, cantada por una mujer que ya ha muerto, una canción que la Historia con mayúsculas se ha encargado de desmentir: Decía la canción: Tierra de amores del heroísmo cuna, los invasores no te hollarán jamás. Además de recordar esa canción, Mario representa a veces esa mirada anticolonial, con su orgullo y su desdén por los españoles, que califica con razón de “soberbios, provincianos y pazguatos”, a quienes reprocha su pasión por el fútbol, su baja estatura –él, que aun con sus rasgos negroides y malayos, es muy alto y viene “de un lugar donde la estatura fundaba abiertamente un signo de superioridad”—, y disfruta escandalizando a los barceloneses con su are de filipino excéntrico, sus camisas traslúcidas y sus sandalias. Ese Mario enamorado de las niñas, que se contenta con adorarlas y escribirles cartas y hacer collages secretos con ellas, es el mismo que siempre está dispuesto a socorrerlas y a acogerlas y cuidarlas como padre adoptivo cuando son abandonadas o caen en crisis de dolor o de estupefacción. Como hay ambivalencia hay perdón. Nadie es del todo la víctima de nadie. Como cuando Judith trata de explicar su parte en esa historia desigual del deseo de Mario cuando ella es niña. “Lo que yo dominaba realmente eran la coquetería y la culpa; quién de los dos era el niño, ésa fue la cuestión...” Y al mismo tiempo, pone lúcidamente las cosas en su sitio: “esa forma de disputarle la infancia a la niña seducida es el verdadero interruptor del mal posterior. Es como tener que robar lo que a uno ya le pertenece.” Y ocurre que a pesar de los pesares hay una fascinación dulce por esa familia que establece una diferencia radical con la novela de Jean Rhys, donde sólo hay añoranza del paisaje tropical y volcánico y la belleza de Dominica, pero nunca la dulzura de la familia, porque allí la oscuridad es mucho más grande y la ausencia de afecto absoluta. Aquí, pese a la patología de cada cual, siempre hay alguien, aunque sea equivocadamente, dispuesto a salvar a su manera del abandono. Y por esa vía se produce la conciliación con el paisaje que parecía imposible para Jean Rhys, quien vio incendiarse las casas donde había vivido y que escribió en su autobiografía, a propósito de ese paisaje: “... Estaba vivo, yo estaba convencida. Tras los colores brillantes, la suavidad, las colinas como nubes y las nubes como fantásticas colinas, había algo austero, triste, perdido... Yo quería identificarme con ello, perderme en ello. Pero el paisaje me volvía la cabeza, se apartaba indiferente y eso me rompía el corazón... La tierra era como un imán que me atraía y a veces me acercaba, con esa identificación o aniquilación que yo anhelaba. Una vez, olvidándome de las hormigas, me eché y besé la tierra y pensé: ‘Mía, mía.’ Quería defenderla de los extraños...”. Hay momentos de Donde hay nilad que se quedan en la memoria, como esas estancias de Mario en el hospital, donde la película en que sale Felicitas, su madre, se convierte en una visitación de ella y una forma de dialogar o de acercarse, en ese momento de la vida en el que la memoria empieza a pesar y ocupar más que lo que puede vivirse, y en un territorio que parece situarse entre la vida y la muerte. En esa película, Felicitas “sonreía de aquel modo inolvidable”, con su cara de luna, y se ríe entre la agitación de ramas de cambures y cocoteros y flota como un cisne con su collar de osmeñas enanas... Y viéndola, Mario recuerda las preguntas que ella le había hecho en sueños, sobre los demás, y empieza a contarle cómo ha evolucionado cada uno, cuenta incluso la violación de Rocío y la historia de Tere en Arizona, y la soledad relativa de Eulalia y la de su padre. Y es en una última estancia en el hospital cuando su madre vuelve a visitarle y le llama, para que vaya con ella, donde hay nilad. Todos ven esa película, que es como un sueño y parece viva. Cuando la ve Rocío, por un momento Felicitas desaparece inexplicablemente de la filmación, para reaparecer más tarde, en otra sesión, y hablarle también a ella, como a Mario. O las escenas que afirman con fuerza la magia de las casas, la forma en que nos prolongan y exponen nuestras proyecciones o nos retratan, pero también el paisaje simbólico de nuestros momentos vitales y todas las transposiciones de los objetos. Por ejemplo, la descripción de la casa de la Bonanova en Barcelona, cuyo interior “llegó a tener un encanto muy íntimo, casi intestino, por los detalles que silenciosamente fue incorporando Felicitas y que conectaban los objetos con los estados de ánimo...” Y más adelante en esa descripción añade que Felicitas “adivinaba cómo despertar al mobiliario colonial (...) del sueño de belleza y parálisis en el que se habían sumido aquellos salones.” Hay en ciertos gestos del refinamiento poético de la construcción de un decorado y de la teatralidad delicada con que se cuidan las atmósferas o los jardines reminiscencias de una mentalidad oriental, que yo ahora estaba descubriendo en las páginas de la novela china Jin Ping Mei, de la dinastía Ming, donde los rituales de cuidado y decoración del entorno respiran una sensualidad y una poesía asombrosas, o hace unos meses, en mi lectura investigativa de Natsume Soseki para Turia y lo que en la era Meiji, en Japón se consideraba el furyu, un ideal de armonía con la naturaleza, de aspiración a superar el lado más gris de lo real, un desapego, pero también un gusto especial por la poesía, la pintura, la belleza, el té y todo lo que no sea prosaico. Así, aquí, por ejemplo, vemos a Rocío perfumando el salón con hojas de té, justo antes de regar las macetas de nilad. Esa casa de la Bonanova, de las dos tías, se va oscureciendo con el tiempo, con esa confusión de la identidad de las gemelas y su leyenda promiscua, pues las dos tías –Tita Pi y Tita Mi— se entienden sin palabras y el silencio adquiere una consistencia tan espesa que a Mario le produce escalofríos. Es una casa de fantasmas, por los rumores y los secretos, todos esos misteriosos no-dichos familiares que constituían para Freud “la novela familiar del niño”, esa ficción construida que crece con los silencios, los tabúes y la falta de respuestas. Hay frases que aletean con su mirada al sesgo y que ayudan a construir la poética de la narración, como ese perrito de Mario “que tantas cosas había visto desde la encadenada perspectiva de multitud de farolas y postes de cemento.” O ese soplo leve con que se puede llamar a la brisa, dirigiendo el aire suavemente hacia el cielo... O el gato al que Felicitas alimenta con grandes platos de chow-mien... Y a veces parece que sea la naturaleza quien se encargue de contradecir hechos o celebraciones con su violencia, como expresando los demonios internos de los presentes, como esa tormenta de alisios que vuelca todos los muebles de un banquete de bodas, destroza el pastel y arruina la fiesta. Un poco como en Un dique contra el Pacífico de Marguerite Duras, y es que el espíritu de Duras y su infancia robada dibujada en esa madre poderosa también encuentra aquí alguna reminiscencia y afinidad, a pesar de las diferencias. Dice Duras: “Querría ver en mi infancia sólo infancia. Pero no puedo. No veo ningún signo de la infancia...” y también “Esa infancia me molesta, sin embargo, y sigue mi vida como una sombra. No me atrae por su encanto, sino por su extrañeza. Fue solitaria y secreta, ferozmente guardada y sepultada en sí misma durante mucho tiempo.” Donde hay nilad es una novela chejoviana. Porque con todo su saber (a veces antropológico, otras empírico, o psicoanalítico), está llena de esa perplejidad de la literatura: Dice Chéjov que el escritor debe ser honesto y mostrar su extrañeza, pues el mundo es endemoniadamente complejo y sólo los estúpidos pretenden saber las respuestas. También Chéjov habló de acoger a los personajes, de modo que la ambivalencia del mundo lo llene todo y nos deje ese poso inquietante de la vida, pues hasta los personajes más perversos tienen derecho a mostrar su mirada, su deseo, su encanto, las razones de su violencia. La narradora, Judith, vive la ambivalencia, que es lo tremendo de la vida, pero antes la experimenta el propio Mario en su infancia, con ese padre que “podía ser uno y otro. El caballero de voz gloriosa y cultura hispana que le daba cachetes cariñosos y lo llamaba heredero, el gigante ebrio que lo avergonzaba en público y lo llamaba tagalo idiota. Alguien que se complacía en arrasar todo lo que fuera grácil y vulnerable a su odio.” Judith tendrá además su propio síntoma, en el sentido lacaniano, el conflicto externo que sirve para llamarnos la atención sobre un dolor interno y nos ofrece la oportunidad de abordarlo, nos lo recuerda infatigablemente. Ese síntoma se produce aquí en la relación con el cuerpo y señala su forcejeo entre la cordura y el delirio, tal vez una voluntad secreta de no crecer o una pulsión de muerte: “Ella no quería vivir con un cuerpo, quería vivir del pensamiento y convalecer en un nuevo sistema alimenticio: ayunaba... sufría. Habitaba el mundo de las entradas y salidas del ser, mantenida en un equilibrio exquisito, entre la locura y la lucidez.” Y de forma subrepticia, surge ese tema tan característico del Ancho mar de los Sargazos de Jean Rhys, que sirve poéticamente para explicar el misterio: la brujería, la magia negra, en el caso de Rhys la temible obeah, y aquí es Mario el que asocia ese trastorno alimenticio de Judith “a las dolencias indígenas de su pequeño país natal, atribuidas a la brujería o a la envidia”. Y es que la fuerza de la magia negra tiene que ver con el poder que podemos llegar a atribuir a la envidia, a los sentimientos negativos de otros, a sus proyecciones, a esa gente que nos identifica con algo suyo o nos percibe instantáneamente como una amenaza, aún sin conocernos, y que actúa contra nosotros. Un poco como las maldiciones chamánicas que lanzan en nuestro mundo tantos médicos, tal vez para afirmar inconscientemente su parcela de poder, y que si llegan a convencernos, podrían hacernos enfermar y morir de verdad. Y a la vez, las alusiones a ese fenómeno mágico son una forma de aludir a todo lo incomprensible e incontrolable de nuestro mundo, todo aquello que se nos escapa, y de asociar la compleja concatenación perversa de causas y efectos a una fatalidad externa. Donde hay Nilad no esconde su verdad: verdad literaria, verdad simbólica, pero verdad personal y vital, y eso se trasluce desde el primer momento y es el nervio que mantiene el interés del lector, aunque se trate de múltiples verdades de la ficción, y más que nervio sean delicadas nervaduras de las hojas de este arbusto de nilad, con su rara luminosidad. Hay un ritmo interno que caracteriza esta escritura. Colm Tóibin explicaba hace poco en una entrevista ese proceso en que algunos escritores pasamos de la idea a la música. Primero surge la idea, pero sólo cuando oímos esa música hemos entrado de verdad en el libro. A veces parece como si una frase nos arrastrara y entonces todo fluye, una frase sigue a otra en un torrente que parece imparable. Me dijo Déborah que ella literalmente ponía música y se dejaba llevar por esa música externa para escribir la suya. A mí me sorprendió porque yo casi sólo puedo escribir en silencio, pero es cierto que en Donde hay Nilad, el arrastre musical es muy fuerte y contribuye poderosamente a la atmósfera y al ritmo de la historia. Hay páginas encantadas con el hechizo de esa música interior. Y yo, que estoy ahora en una fase extraña en que sólo de forma intermitente consigo oír la música de mi novela, leía la suya y sentía la melancolía feliz del “yo también estuve ahí, pero no sé si podré volver”. Porque a veces, a algunos, la escritura nos lleva a un desierto inexplicado. Es como si cada libro nos obligara a aprender de nuevo, como si para cada libro tuviéramos que inventar un nuevo lenguaje, rehacer las palabras. Releemos nuestros libros anteriores y pensamos: “yo antes sabía escribir, ¿cómo lo hice? Ahora nunca sabría ya escribir así... Le conté esto a Déborah y se reconoció en ese proceso. Pues bien, la suya no parece una primera novela, es como si siempre hubiera escrito novelas, como si hubiera aprendido de una forma natural, tal vez gracias a esa música externa en la que se apoyaba, quién sabe...
Dijo Olivier Rolin en Paysages Originels que en toda nuestra vida, nunca abandonamos por completo los paisajes de la infancia. O como Albert Camus, hablando de su retorno a Argelia: “Podía al fin dormir y volver a la infancia de la que nunca se había curado, a aquel secreto de luz, de pobreza calurosa que le había ayudado a vivir y a vencerlo todo.” Y es que todo lo que duele, si no nos mata, nos sirve para escribir, aunque sea a través de la historia de otros, de un paisaje prestado y coloreado con nuestra luz. El otro día vi a David Vann, a quien su padre propuso volver con él a Alaska, él se negó y al cabo de unos días su padre se suicidó y ha publicado una novela aunque cambiando la historia. Yo le dije: “Yo también tuve una familia atroz y ahora intento escribir de ellos.” Y él me dijo: “Está bien tener una familia terrible; si sobrevives, sirve para escribir...” Para acabar, recordemos lo que dijo Josif Brodsky de I beati anni del castigo de Fleur Jaeggy: “Impresa en la tinta azul de la adolescencia, la pluma de Fleur Jaeggy es el buril que dibuja las raíces, las ramas y las hojas del árbol de la locura, ese árbol que crece en el espléndido aislamiento del pequeño jardín suizo del conocimiento hasta oscurecer con su follaje toda perspectiva.”

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Mi reseña de Handke en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I.N. Balcones de París, 2009
La Vanguardia Cultura/s, 1 de diciembre 2010
Narrativa Handke y el nouveau roman ISABEL NÚÑEZ
Peter Handke Los avispones Nórdica libros Traducción de Anna Montané 256 PÁGINAS 18 EUROS
Peter Handke (Griffin, Austria, 1942) no necesita presentación, ni esbozar aquí la magnitud de su obra de novelista, dramaturgo, guionista y ensayista excepcional, siempre rodeado de provocación y escándalo, de su búsqueda ética y un difícil ser-en-el-mundo, agravado con su postura ante el conflicto de la ex Yugoslavia: su crítica legítima al maniqueísmo reductivo de los medios o a los intereses geopolíticos de Occidente se complicó cuando la presunción de inocencia que pedía para Milošević derivó en la práctica negación de las atrocidades cometidas por el régimen serbio. Ningún crítico serio cuestiona el valor de su obra. Libros brillantes como La mujer zurda, El miedo del portero ante el penalti, Carta breve para un largo adiós o el magnífico retrato del suicidio de su madre, Wunschloses Unglück (aquí Desgracia impeorable), son bien conocidos del lector castellano. Los avispones fue su primera novela y cuando el editor Surkhamp la publicó, en 1966, Handke dejó el Derecho por la literatura. Es inevitable añorar el mundo literario de la época (ahora mercadotecnia) que apostaba por el libro innovador de un autor desconocido. No es un texto fácil, sino un desafío al lector y a las convenciones literarias, al modo del nouveau roman. Gregor, narrador adolescente, se queda ciego, asfixiado en los contornos de un mundo rural, y rescata dolorosamente de la infancia hechos que explicarían su presente: la guerra, el hermano que se ahoga en el río y el hermano que se va. Describe su entorno por los ruidos que percibe, y se pierde y nos pierde entre la ensoñación, el delirio y un presente claustrofóbico, y el texto se deconstruye para reflexionar en la propia escritura. Todo es aislamiento, incomunicación, fatiga paralizante. No hay acceso a lo real, pues la percepción está siempre mediatizada. Los cambios de puntos de vista, las rupturas de lo narrativo y los asaltos de lo imaginario nos retan en su escritura introspectiva. Está aquí ya el talento poético y discursivo del autor, evoca al Handke actual y sus preguntas amargas sobre la realidad y la percepción.
Hay ecos de Bernhard, Kafka, Faulkner en esta ópera prima. Sin la narratividad fluida y luminosa de su obra posterior, ya apunta, en su angustiosa interrogación, la condición literaria y filosófica del Handke futuro.